Me recorren escalofríos cuando veo tus piernas sometidas a la gravedad, usurpando momentos endiablados y robándome esos instantes donde me deslizo con deseo por ellas. Primero la mirada, cuando tu cuerpo apoyado sobre mi pecho y el cabello desplazado por mi mano, permite ver el precipicio de tu espalda que repunta en tus glúteos. Me quedo sin aire al sentir esa caída libre, sin sujeción, seguro de mi encontronazo con algo mucho más hermoso aún. Entonces, cuando mis ojos son capaces de sobrepasar esa cumbre, vuelvo a caer, a perder la respiración y a embarcarme en un mortal giro que me hace deambular por tus muslos, saltando entre tus gemelos para terminar reposando grácilmente en tus tobillos, paraíso eterno del que jamás me cansaré.

Entonces te aparto y te giro, como si fueses parte de mi, sabiendo que en realidad no solo lo eres sino que mía eres de hecho. Incluso el más noble caballero, el más poderoso de los guerreros debería arrodillarse ante semejante estandarte. Los pilares que franquean la entrada de mi reino, la fortaleza que soporta cada una de las embestidas de mis fuerzas y ni los envites, las grietas de las batallas más cruentas, ni los regatos de flujo que cada día mojan los pies, nada de eso ha sido capaz de quitarle un ápice de belleza ni firmeza.

Cuando mis manos se posan con la pausa del respeto sobre ellas, de rodillas, me entrego a la máxima expresión de mi posesión. Esa piel me transmite la fuerza, el deseo y la virtud de la templanza, entonces, con energía renovada, me pongo en pie y agarro tu cuello y mis ojos se convierten en la llave de tu reino, mío desde el principio de los tiempos, y los pilares, tus piernas, vuelven a recobrar la energía vital necesaria para soportar una nueva batalla.

Mientras tanto, me pierdo en el remolino de tus ojos vertiginosos.