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El olor del pastel le hizo sonreír. Se acordó de este día y usó la llave que se había ganado hacía ya tiempo. Dejó las gafas de sol en la entrada y asomó la cabeza por la puerta de la cocina. Sylvie estaba sonriente, de puntillas, moviéndose grácilmente por la cocina pero dejando todo absolutamente manchado. Era buena repostera pero terriblemente desordenada. Esas dos cosas, contradictorias para su carácter, se acentuaban cada día que se quedaba en su casa. A veces no entendía como su orden podía convivir con el caos que ella arrastraba, pero se dio cuenta pronto de que ella, daba vida a su mundo y era la luz de su propia oscuridad. Sylvie le miró sonriendo y le invitó a que se pusiese cómodo porque la cena iba a ser muy especial. Se descalzó como siempre hacía y se dejó los vaqueros puestos. Le gustaba caminar descalzo por el frío suelo. Entró en la cocina y se puso detrás de ella. Agarró su cuello con fuerza y tiró de su cabello hacia atrás. El gemido lo ahogó con un beso y un fuerte azote lo rescató. Se dio la vuelta y sonriendo le dijo que tenía una sorpresa muy especial. Volvió a besarle y con otro azote le mandó a la habitación para vestirse. Entró tras ella y se sentó en la cama, observando como se quitaba la ropa y desnuda, elegía lo que debía ponerse. De vez en cuando se hacía la interesante intentando elegir algo que de antemano sabía no se pondría y eso, le hacía gracia. No se daba cuenta pero parecía una niña pequeña estando de puntillas todo el tiempo, algo que  le encantaba. Tan infantil, tan inocente a veces y tan treméndamente servicial y salvaje cuando era necesario y requerido. Eligió dos pares de zapatos y se acercó a él, se arrodilló y los dejó en el suelo. Colocó las manos sobre las rodillas y le miró esperando la aprobación y la elección. Los eligió rojos, sin casi plataforma, esbeltos, hermosos como ella. Recogió los rechazados y los guardo. Esperó hasta que un gesto le permitió levantarse. Lo hizo despacio, mirando al suelo y se subió a los tacones. Agarró la mano firme que él le tendió para mantener el equilibrio. Volvió al espejo y se maquilló ligeramente, dio brillo a sus labios carnosos y sonrosados y después los pintó de un rojo cereza intenso que  frotó entre ellos. Las pestañas ya abanicaban el aire cuando se giró sobre sus pies al oír el timbre. La sonrisa iluminó su cara. Tu sorpresa, le dijo. Abrió la puerta y agarró una cadena, tiró de ella ligeramente y entró, despacio. Era menuda, delgada, de piel blanquecina y cubierta de pecas. Sus ojos de color miel los intuyó incluso aunque ella estuviese mirando al suelo. El pelo corto, al estilo garçon daba forma a una cabeza hermosa. El vestido de algodón, ajustado, marcaba un imponente pecho y caía hasta un poco antes de sus rodillas. Los tobillos finos y los pies adornados con unas sandalias sencillas pero bonitas. Del cuello partía un lazo rojo que caía hasta sus caderas y por detrás anudaban sus muñecas a la altura de las lumbares. Cuanto más observaba, más hermoso pensaba que era su regalo. Vamos a la mesa, dijo Sylvie.

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