La sal y el horizonte vacío le enfrentaron a la realidad de los recuerdos. El futuro era la bocanada de aire que buscamos cuando el plexo solar ha sido machacado por el puño de la vida. Los ecos de las conversaciones que entre amigos y bromas escapaban de sus bocas dejaban de tener sentido. La pérdida es un obstáculo imposible de salvar y, sin embargo, se dio cuenta de que el empujón necesario para superarlo se lo dio ella. Atrás quedaban los diálogos complejos en los que lo habitual era pensar que sentirse perdido era más acentuado en las sumisas. El equilibrio era una constante entre ambos, para lo bueno y para lo malo. Se tarda en entender lo que alguien espera de ti, pero aún más lo que tú esperas de ti mismo. En medio de aquella vida efímera, sobre la mesa se expuso la mediocridad y la excelencia y ambos entendieron sus imperfecciones. Algunas tan complejas que no tenía sentido luchar contra ellas. Ella lo entendió mucho antes. La fiera que a ella perseguía intentó durante un tiempo arrebatar esa lucha, por ego, por dominar, por estupidez. El agua fría calaba los huesos y ni las botas ni el calor de su recuerdo haría que eso cambiase. Nada podría cambiar ya.
En aquel mismo lugar se sumergieron, a escasos metros delante era la sal la que hacía gritar a su pequeño cuerpo lleno de fragilidad. La enfermedad corría por sus venas y avanzaba sin que nada pudiera detenerla. Ella no quiso y él no supo. Así que la rabia que él sentía por su desánimo y su insuficiencia se convertía en dolor y llanto cuando ella se corría y encontraba durante unos instantes un remanso de placer y paz. Luego ella se sentía culpable, aunque no hiciera nada para remediar aquel dolor que rajaba el corazón de quién amaba. Sonreía mirando el horizonte y saboreaba las lágrimas que sin darse cuenta brotaron de sus ojos cansados. Musitó algo, una letanía para evitar el sollozo de la mayor pérdida que había tenido. Aquella playa era un buen lugar para derrumbarse después de dos semanas aguantando el tipo. Allí estaba solo, con su propia vida y las imágenes de ella suspendida en un ligero balanceo, las cuerdas crujiendo, la reparación contenida la piel convirtiéndose en polvo por el roce y flotando eternamente en la habitación. La sangre contaminada saliendo a borbotones de los cortes asimétricos y cuidadosamente realizados, el brillo de sus ojos aguantando el dolor y el miedo porque el velo de la confianza era tan palpable que cualquiera podría haberse quedado al otro lado y nunca entender lo que ellos sentían. Luego el mimo con el que se despachaban mirando al techo acristalado y viendo las estrellas en silencio mientras los dedos de sus manos se enroscaban en un infinito movimiento que no pretendía llevar a ningún sitio.
El aliento del perro le volvió a la realidad. Bajó la cabeza y observó cómo le miraba. Volvió a sonreír al darse cuenta de que salvó una vida y perdió otra y quizá lo más importante es que aquella que perdió le hizo recuperar la suya. Le acarició el hocico. “Somos la última resistencia Mortimer”.
Volvieron caminando por la playa como lo habían hecho tantas veces antes, el Recuerdo, el perro y él.
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