Los recuerdos son como las fotografías que ponemos en nuestra casa, momentos puntuales que queremos inmortalizar y ver a diario para recordarnos aquellos lugares en los que hemos estado o aquellas personas que han sido una parte esencial de nuestras vidas. Pero tarde o temprano dejamos de mirarlas, sabemos que están ahí pero no les hacemos demasiado caso, se vuelven invisibles. Todos decoramos nuestro interior a sabiendas de lo que nos gustaría que fuera, por comodidad, por utilidad. Otras veces dejamos rincones vacíos porque o bien no sabemos que poner en él o bien todo aquello que podemos poner no casa. A lo largo de nuestra vida, cada mudanza, cada renovación de nuestro interior es un reflejo de nuestro presente y de nuestro pasado.

La pared estaba desnuda, en ese azul celeste que dependiendo de cómo incidiese la luz se convertía en turquesa. Cosas de la refracción que no entendía, se dijo. Era el rincón de la casa que más le gustaba, pero tampoco sabía decir el porqué. Se relajaba en aquella pared cuando apoyaba la espalda y se dejaba caer hasta sentarse o apoyaba las piernas, como ahora. Si se sentía mal, allí iba. Si era la alegría la que calentaba su espíritu, allí iba. Entendía que aquel rincón algún día estaría decorado a su manera o quizá de otra, pero el sentimiento a fin de cuentas era el mismo. Luego sin venir al caso pensó en él, en el decorador de su interior que con paciencia y presencia tiró cada uno de los muebles que adornaban sus emociones y deseos. No lo hizo de una vez, ni de dos. Ni tan siquiera se dio cuenta de ello. Abrió los ojos y vio lo diáfano de sus pensamientos, tan amplios y abiertos que se convirtieron insondables. Sonrió, se excitó y cruzó las piernas apoyadas en la pared desnuda.

Al final se convirtió en las cuatro estaciones, en el viento del otoño que lo barre todo pero que admiras por el tono ocre con el que baña todo lo que toca. El frío invernal, seco como una tos profunda que sólo invita a encender un fuego y quemarse en él. La primavera con la alergia que hacía saltar a borbotones la sangre y desbocaba el corazón ávido de nuevos aromas. El verano con su calor insoportable, el sudor y el agua que caía como una cascada por su garganta. En cada una de ellas algo desparecía de su interior. Rectificó, no desaparecía, mudaba, se transformaba en algo mejor, en algo que le sacaba una sonrisa. La mezcla era que todo aquello sensorial pero íntimo se intentaba adueñar de lo que físicamente él proporcionaba y chocaba una y otra vez hasta que le hizo entender que no había lucha en aquello sino asimilación. Cuando los dedos eran los que asfixiaban, las cuerdas rozaban, el cuchillo cortaba, cuando el éxtasis no se reducía a simples orgasmos y se mezclaba con el inevitable deseo de sentir, lo que fuese, pero de sus manos, oírle gruñir su nombre al oído mientras perdía la consciencia o levitaba en un balanceo perpetuo que marcaba los segundos como el péndulo de un reloj de pared. Era ese tiempo el que había dedicado para amueblar sus deseos y llevar al desván lo antiguo. Allí, con los pies cruzados y apoyados sobre la pared sentía el latir de su corazón entre sus piernas, pero también el de él a través de los dedos que ahora deseaba tener incrustados en el cuello.

Todo había sido inevitable.

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