Casi todo lo importante está oculto. A veces porque no es necesario enseñarlo, otras porque simplemente queda fuera de la vista de aquellos que no son capaces de ver un poco más allá. Como individuos eran únicos y fascinantes. Como pareja eran arrebatadores. Cada uno tenía una visión distinta del uno y del otro y mientras jugaban con sus manos veían lo importante que eran entre sí. Se miraban a los ojos y hablaban poco. La comunicación verbal hacía mucho tiempo que se había convertido en ruido y entre el barullo externo y el propio se dieron cuenta de que estaban más tranquilos sin ella. Aquello no implicaba que el silencio lo impregnase todo. Hablaban y mucho, pero sentían aún mucho más. Desde lejos se les veía aislados del mundo que en el fondo les repudiaba, pero en la superficie deseaban.
Lo que no se veía eran las profundas raíces que habían ido tejiendo ajenas a las miradas y que se hundían cada vez más en las heridas de la vida. Para ellos éstas, abiertas incluso, les servían para conocer cada minúsculo pensamiento y aflorar las pesadillas y las fantasías más insondables. Las mismas que no podían hacer visibles porque la hipocresía de la colmena del pensamiento único reprobaría. A ambos les gustaba la sangre, a él la de ella y a ella que él se la extrajera. A ambos les gustaban las cuerdas, a él disponerlas frente a ella para después amarrarla a sus ramas y a ella la inmovilización suspendida de su respiración. A él le gustaba violarla, arremeter con furia contra su cuerpo y su piel y a ella sentir aquel bálsamo arrebatador que le impedía pensar y dónde se sentía como en casa.
Entre aquellas raíces profundas y escondidas habían creado una jaula inmensa donde jugar y vivir. Sólo ellos lo sabían, sólo ellos conocían ese recóndito lugar de su imaginación en el que la mayor de las perversiones era un inocente juego de seducción, placer y locura controlada. Allí se desbordaban los ríos de flujo, semen, saliva y sangre empapando la tierra que nutría las raíces que ellos mismos habían dispuesto. No necesitaban las miradas del mundo y por eso de vez en cuando, para desviar las miradas ajenas encendían las luces de aquel árbol inhóspito que todos querían visitar pero ninguno se atrevía a conocer. Era su hermoso aislamiento del mundo.
Sabían que todo tiene un tiempo, que todo termina, que el árbol moriría y las raices se descompondrían bajo la tierra que ellos mismos habían despositado. Sabían que lo finito nos hace humanos y por eso cada instante, cada segundo, se vivía con el ánimo de no necesitar recuperarlo, de entender que la vista atrás cuando lo tienes todo delante es un ridículo emocional. Vivían la savia de sus pensamientos en el instante sin pensar en el decrépito vaivén que el tiempo les deparaba. El pasado ya no existe, se decían en sus bocas, solo el momento de seguir regando las raices.
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