No te percatas de las ruinas hasta que las manos dejan de percibir el roce, el olfato la miel convertida en piel o el gusto amargo de su elixir se convierte en una ensoñación lejana. No por ello las ruinas tienen que ser elementos destrozados por las vivencias ni tampoco destartalados y vacíos recordatorios de una vida que fue y que ahora, sólo es un mero recuerdo. Las cuerdas entonces serpenteaban y en cada meandro arrancaban un poco de piel y un pequeño gemido. Todo era pequeño en aquel mundo tan grande, pero resultaba curioso cómo todo quedaba reducido a carcajadas sin más aspiración que disfrutar un momento. El sexo era un fino hilo conductor que se rodeaba de accesorios y todo ello creaba una burbuja en la que podían permanecer eternamente.
Pero las burbujas son frágiles, un ecosistema perfecto que depende de infinidad de variables y que cuando dejas de vigilar, colapsa. El tiempo a veces no coincide con nuestros deseos o ni siquiera se amolda a nuestra realidad. Cientos de veces hemos estado en el lugar adecuado y el tiempo incorrecto o viceversa. Es nuestro sino, pero cuando todo coincide, esa burbuja se expande y el tiempo se para. Y aquella burbuja era excepcional. Daba lo mismo si las yemas de los dedos acariciaban la cara para luego abofetearla sin ningún motivo o si ese motivo era nublar la consciencia y sacar de ese estado de alerta permanente. Daba lo mismo si entre los mordiscos y el sabor a sangre la risa interrumpía para romper la tensión de un momento intenso. Si la jaula no era más que una habitación de esa burbuja y los barrotes eran los dedos de las manos que apresaban su cuello, mientras se cerraban a su alrededor como el cerrojo en el que en realidad se habían convertido.
Los balanceos provocados por las cuerdas o el calor liberado en cada uno de los azotes. El flujo que terminaba en gotas perladas empañando la superficie del suelo y la fina y transparente frontera de aquella burbuja con la realidad. Los gemidos rebotaban, iban y venían y se mezclaban con los gruñidos y las órdenes secas que a ella empapaban. Los dedos buscando dentro de su boca ese tesoro que siempre es difícil de capturar sin mancharse, pero sin dejar de mirarse y viendo con ello cómo los ojos cambiaban de color cuando la luz caprichosa incidía en ellos como le daba en gana. O los dientes masticando los pezones y los labios mientras las manos ahogaban los aullidos de placer y de dolor.
Luego las embestidas que encajaban caderas y rozaban la carne, que hacían temblar los cimientos y provocaban oleadas de deseo ya desatado. El pelo enredado en las muñecas que le hacían parecer y ser la marioneta que él siempre quiso que fuera. Se movía a su antojo, al de él, en aquella burbuja excepcional. Aquellos dos tenían en mente siempre lo que fueron y lo que serían aunque su presente fuera completamente distinto. Desde fuera todo se veía empañado porque las gotas perladas de su flujo aún permanecían dentro y echar un vistazo solo era posible a través de los recuerdos. Fuera había ruinas pero dentro seguía existiendo el equilibrio aunque fuera en sus memorias.