Antes de comprender las rutinas sólo existía el caos. Al menos desde la perspectiva actual sería incapaz de volver a la locura anterior, aunque reconocía que, en ese caos de aquellos momentos, en aquella vida, se sentía como pez en el agua. Después boqueaba, no solo cuando sus manos presionaban la carótida y la tráquea, también porque repetir estructuras siempre le había parecido un coñazo. Se recordaba distraída, alocada, displicente y sobre todo incapaz de mantener la atención en aquello que le resultaba poco atractivo. Luego todo cambió. Le costó al comienzo, eran dos maneras de sentir tan diferentes que durante algunos meses quiso salir huyendo, precisamente porque no controlaba el caos.

Ahora sentía que había estado en un agujero y con una perspectiva limitada. Era curioso en realidad porque era antes cuando hacía y deshacía, cuando salía y entraba y estaba con quién le daba la real gana. Toda la vida había sentido que eso era la verdadera libertad, la independencia absoluta en la que era capaz de mantenerse con holgura sin necesidad de contar con nadie. No lo echaba de menos y se sorprendía pensando en voz alta cómo había divagado durante tanto tiempo. Había cambiado, eso le decían sus amistades, aquellas que compartieron durante años los dispendios del desenfreno. Quizá tuvieran razón, pero lo más probable es que ella hubiera estado ocultando lo que realmente era. Al principio y con toda seguridad por desconocimiento, pero cuando tomó las riendas de sus decisiones, se dio cuenta de que lo que ahora era había estado ahí desde siempre.

Los juegos inocentes de cuando era pequeña, los secuestros infantiles en los que nunca quería que la rescatasen. Las muñecas aprisionadas por pañuelos, el barro de los días lluviosos, sentirse sucia y mojada. Eran cosas de de niños decían y para ella también lo eran. Luego llegaron las películas, los libros y los comics en los que las mujeres eran sometidas de manera sutil o eran meros trofeos, objetos en los que se depositaban las perversiones de otros. En su mente joven se sacudió algo que no supo explicar y que tampoco pudo entender. Así que pasó el tiempo y todos sus deseos quedaron en espera. Se intercambiaron por otros más nuevos, otros que se amoldaban a la perfección a los nuevos tiempos y que le permitían mimetizarse con el entorno y ser libre y feliz.

Fue entonces cuando abrió la puerta de los sueños, ella no por supuesto. La abrieron de una patada por la que la cerradura y los goznes saltaron por los aires y la claridad volvió a su vida. Una sonrisa, unas botas, unas palabras y sus cimientos se convirtieron en arena mojada y sus pies se hundieron con él. El orden entonces era más sencillo que nunca, la espera más satisfactoria de lo que nunca imaginó y la necesidad se antojaba como ese vaso de agua fresca a punto de ser bebido cuando más sed se tiene. Era capaz de manejar el temple con sus cuerdas alrededor, dispuestas y limpias sobre la cubierta y el acero protegido por el cuero. Y era esa protección la que adoraba, sentir que cuidaba de ella de la misma manera que de sus utensilios. Sentirse objeto era algo que había descubierto recientemente y lo adoraba. Y todo se reducía a eso y a él, a la espera en la que disfrutaba de su llegada o de su ida.

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