El tiempo no sana. El tiempo sólo es inexorable, avanza impertérrito y borra con saña lo que vamos dejando atrás. Se olvidan las miradas, los sonidos, los sabores. Se olvidan los gemidos y los deseos que la saliva proyectada hacia el suelo construía un hermoso pasado. Pero el pasado son tan solo ruinas que se van desprendiendo de la memoria, polvo amontonado que se precipita en el olvido. Todo eso es el tiempo. Pero también es una maraña de fibras irrompibles que se tejen con ahínco y perseverancia. Esa maraña invisible al principio que con el paso de los años es una red que previene cualquier caída, que protege sin ningún atisbo de duda de cualquier caída. Es entonces cuando resoplas y percibes que el tiempo también ordena y pone en su sitio algunas de las cosas que han pasado desapercibidas.
La primera vez que se vieron ni siquiera intuyeron lo que se precipitaba. El desdén de uno y la desubicación de la otra acentuaban esas miradas que después se convirtieron en certezas absolutas. Ella se propagaba con lentitud sin ni siquiera darse cuenta de que estaba mutando en todo lo que siempre deseó y de la misma manera siempre entendió que se quedaría en su mente. Él, como si nada, ajeno a todo y todos, proseguía su camino como Tritón, cuyo destino es su destrucción junto con el planeta que orbita. Allí, en la negrura del firmamento silencioso y bello, bailan al contrario que los demás para terminar chocando irremediablemente. Ella era Neptuno, apacible y azul como un mar en calma, dispuesta a ser destruida sin ni siquiera saberlo, pero sí desearlo.
Y era imposible no chocar, hipnotizado sin saberlo por los ojos y los gestos, los mismos que a ella le hacían abrir la boca y las piernas. La imposible marcha atrás después de que él abriese el candado con la llave que todo el mundo posee, pero pocos son capaces de hacerla funcionar. La misma que abrió de par en par su mente y deseó sentirse marcada a fuego y sangre, a vida y muerte. Comprobó lo que significa quedarse sin aire, partirse en dos y gritar de dolor y angustia al mismo tiempo. Esa contradicción era tan poderosa que no podía dejar de mirar a quién se había comprometido a acompañarla hasta la muerte. Sólo al pensarlo sus tetas temblaban, sus piernas flaqueaban, su espalda se arqueaba y el deseo de sentir sus manos enredando su pelo y tirando de él para hundirla una y otra vez, le permitían saborear el tiempo perdido, pero bien gastado.
Su garganta se llenaba de semen mientras sus huesos crujían y su piel se hacía girones. Lloraba, pero no de dolor ni de rabia. Lloraba porque el tiempo, tan hijo de puta para todos, le había apartado de él tanto tiempo, impidiendo poder ser ella. La saliva caía junto al semen y las lágrimas, mezclando ese sentimiento atroz de no saber cuándo volvería a romperse de nuevo.

El tiempo no sana, ni falta que hace.

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