No se puede volver de la muerte. Al menos entero. Todavía saboreaba el gusto por la sangre y con la lengua perfilaba el borde de los dientes intentando recuperar la sensación de aquel dolor indescriptible. Antes de aquello, no le daba miedo nada. Su vida había sido un cúmulo de circunstancias, casi todas adversas y que, de una manera o de otra, le habían llevado hasta él. Su fortaleza, al menos así lo creía, era tan grande que ni siquiera su presencia aquella primera vez le hizo temblar.
Cada cabello estaba en tensión, artificial y forzada por una extensión de cáñamo anudada a una argolla anclada en la pared. Esa tensión sujetaba todo el cuerpo inclinado hacia adelante apenas 25 grados desde la pared. Los talones ligeramente levantados se apoyaban en la pared y las manos atadas estaban apoyadas por los dorsos entre los omóplatos. Mordía con fuerza la bola intentando no dejar escapar la saliva, pero era en vano. El goteo incesante a veces se convertía en hilo conductor de sus deseos. Quería mirar hacia abajo, pero la cuerda se lo impedía. A cambio, sólo podía verle a él, imponente, frío y concentrado. Pasaba por sus manos instrumentos, herramientas, las miraba con aprobación o las desechaba con la misma rapidez con las que las volvía a depositar sobre la mesa. Ella deseaba cuerdas, era lo que más deseaba, era lo que siempre le había pedido, era por lo que ella estaba allí. Pero al parecer él no pensaba de la misma manera. Agarró la cinta americana y un Hitachi que enchufó en un alargador, luego se acercó y se arrodilló frente a su abdomen. Tiró de la cinta y rodeó su cintura, con fuerza para que el aparato no se moviera. Cuando estuvo colocado en la posición que él creía adecuada le cerró las piernas y volvió a repetir la misma operación, pero esta vez en las piernas. Cuando lo encendió se dio cuenta de que no podía separarlas y la vibración recorría cada una de sus terminaciones nerviosas. No dudó, lo puso al máximo y se desentendió de ella unos minutos.
El temblor hacía que la saliva saltase de su boca y los dientes se clavaban en la bola mientras ella se retorcía de placer y dolor a partes iguales. Las fibras de los músculos de sus manos estaban en tensión, parecían fibras metálicas que se rozaban entre sí generando un calor descomunal. Él miraba, siempre miraba y ella veía que con eso era más que suficiente. Aquel poder era tan brutal que los temblores se repitieron una y otra vez, su corazón latía y latía, desbocado, intentando salir por algún sitio, pero todos los caminos estaban cerrados.
El acero refulgió, cegador entre la bruma del placer y el sudor que se le metía en los ojos. Escocía, pero no podía mover la cabeza. Él se dio cuenta y se acercó tanto que pudo olerle con precisión y profundidad. Aquel olor sería inolvidable, la mezcla de amor y hambre por su carne, por su vida. Acarició una de sus tetas, apretadas y ardientes, ingrávidas ya, aunque sabía que la edad haría estragos en ella. Entonces levantó el cuchillo, el filo hambriento de sangre porque para eso se hacían esas hojas. Su corazón no podría ir más deprisa hasta que notó como los dedos agarraban la nuca con una suavidad fuera de lugar, así como las palabras susurradas llenas de amor y perversión. Luego dos cortes perfectos y la sangre saliendo en un pequeño reguero impulsado por su propio corazón llenaron sus manos de sangre y su coño de un orgasmo y un dolor indescriptible.
Siempre supo que aquella violencia natural debía de estar dominada por un amor perfecto. Nadie puede devastar al otro si luego no es capaz de restaurarlo a nivel superior. La misma mano que antes se había regado con su sangre ahora acariciaba su pelo mientras ella entraba en el ligero sueño de la satisfacción porque a veces, lo que nosotros queremos es lo que otros quieren para nosotros y no nos habíamos dado cuenta de ello. Volver de la muerte acunada tenía ciertas recompensas aunque no se regresara entero.
Wedenesday