Ellos no lo sabían. El tiempo se estiraba imperceptible y los alejaba irremediablemente el uno del otro. El espacio no daba tregua, crecía al mismo ritmo que el tiempo y las distancias empezaron a ser insalvables. Era así como los recuerdos se iban difuminando poco a poco, los detalles que una vez fueron indelebles en las yemas de sus dedos ahora no eran más que esbozos de recuerdos casi mitológicos. Nada quedaba de aquellas sensaciones, de aquellas imágenes grabadas a fuego y a golpe de luz natural entrando por los ventanales abiertos de par en par. Toda aquella información sensorial había acabado en el fondo más recóndito de sus recuerdos.
Ellos no lo sabían. Pero se dejaron una huella tan perfecta que sin darse cuenta sonreían por las mismas cosas, gesticulaban de la misma manera, la media sonrisa o la carcajada abierta. El resoplido antes de perder la paciencia, tocarse la nuca como recordatorio de algo que hacía años había perdido el sentido pero que había perdurado como un vestigio inconsciente. Ponerse primero el par izquierdo del calzado, escupir antes de enjuagarse al lavarse los dientes, maldecir cuando el dolor era inesperado y bailar sin darse cuenta los mismos pasos mientras subían o bajaban las escaleras.
Ellos no lo sabían. Pero se hablaban cuando alcanzaban el éxtasis, cuando el placer era tan abrumador que las sílabas con sus nombres se anteponían a cualquier otro nombre. A veces Dios volvía a llenar su boca con el recuerdo de sus embestidas aun sabiendo que ni era él ni hacía nada por querer que fuera. O los gruñidos prolongados antes de someter con brutal fuerza a quién quiera que aquel día se hubiese cruzado o atrevido a yacer en su cama. Se habían duchado tantas veces juntos que los rituales impregnaban cada gesto y cuando volvían a hacerlo en compañía de otros se sentían molestos precisamente por aquellas cosas que rompían su liturgia monótona y perfecta.
Ellos no lo sabían. Sin embargo, muchas veces a lo largo del año escuchaban la misma canción en momentos diferentes y la cantaban a pleno pulmón o la susurraban mientras uno iba en moto y la otra en el autobús o el metro. La misma canción tarareada, la misma canción bailada y disfrutada, la misma canción que les erizaba la piel y encendía todas las putas alarmas porque era el deseo de recordar y de volver a vivir aquello una y otra vez. Las cuerdas apretadas, los nudos que ataban la piel, los besos salvajes que provocaban inundaciones y la simbiosis de sus cuerpos cuando se poseían el uno al otro, cuando él la sometía y la ultrajaba o cuando le arrebataba el aire porque ya no le pertenecía.
Ellos no lo sabían. Era entonces cuando quizá y sólo quizá, ella hubiera perdido todo lo que deseaba y él hubiera desatendido todo aquello que necesitaba.
Wednesday