Hay palabras contenidas que no se pronuncian y resuenan por toda la eternidad. Lo mismo sucede con las miradas, esas que pasan desapercibidas porque no estás atento al momento o a la circunstancia y que, por tanto, se pierden y son irrecuperables. Aquella vez fue así y fue la última. Desde entonces el tacto del cáñamo me eriza la piel, me encoge el estómago, me golpea con tanta fuerza en el corazón que evito deslizar los dedos por cualquier cuerda que tenga al alcance. Son estas estupideces las que nos descolocan como humanos, las que no tienen ni pies ni cabeza y sólo están ancladas a un momento concreto que se ha vuelto perpetuo.
Aquella vez, aquella tarde con el sol casi mirando a hurtadillas por la ventana y su luz haciendo compañía a sus silencios, no percibí los matices de su respiración y aún menos la mirada perdida que confundí con la de concentración. A fin de cuentas, la introspección era su arma de doble filo y cuando se zambullía en su pequeño mundo ningún salvavidas podía sacarla a flote. Inmovilizada y con el flequillo cayendo en cascada negra, veía brillar sus ojos, sus labios rojos sin maquillaje y por momentos los dientes afilados. La piel brillaba como la de los peces antes de morir, en esa explosión vital que los hace maravillosos antes de que pierdan el último hálito de vida. A ella la vida no se le escapaba. Su vida llevaba en lucha con el cieno de su existencia desde que la conocí. Y, aun así con aquellos pesados zapatos que bien podrían ser de cemento y acero como los que les ponían a los mafiosos y soplones para darles el pasaporte en el río Hudson o en lago Michigan, consiguió sacarme de la esquizofrenia y la perdición de no tener nada que ganar y mucho que perder. Fue el bálsamo que atemperó mi violencia y la canalizó única y exclusivamente en su piel.
Y a eso me dediqué, a su piel, a su carne, a intentar darle vida a esos ojos hermosos y pequeños pero rotos por, sabe dios qué. Cuando suspendía su cuerpo se agigantaba, veía sus curvas como meandros imposibles que tornaban de la palidez a lo rosado y de lo rosado a lo púrpura. Las marcas de las cuerdas deslizadas sorprendentemente se mantenían grabadas en sus extremidades más de lo habitual y a ella le hacía especial gracia aquello. No se avergonzaba de salir con ellas y que mirasen con curiosidad. Era quizá cuando realmente sonreía porque sabía y entendía lo que sucedía a su alrededor y eran aquellos momentos los que por una vez le permitían alejarse de sí misma. Al final era lo único que deseaba, mucho más que a mí. Alejarse de lo que era y eso yo se lo proporcionaba.
En el vaivén del columpio y boca abajo, una pierna estirada y la otra flexionada sobre sí misma, escuchaba el siseo de su respiración y su olor a vainilla, almizcle y amor. Siempre olía bien incluso después de las brutalidades más extremas. Siempre olía bien. Recuerdo acercarme, agarrar su nuca y acercarme para susurrar si tenía suficiente, si quería descender desde el éter en que se convertía cada una de las suspensiones. Un hilo de voz casi imperceptible me dio el sí. Hubiese disfrutado más aun aquellos minutos si lo hubiese sabido, quizá no hubiese perdido tiempo en hacerle unas cuantas fotografías, pero estaba tan hermosa que duele incluso más que acariciar de nuevo el cáñamo. Cuando descansaba en el suelo conmigo a su lado no hablamos. Nunca lo hacíamos en aquellos momentos. Yo sólo acariciaba su suave cabello y olía de ella todo hasta llenarme los pulmones. Retenía el oxígeno intentando quedarme aquel olor. Y me lo quedé.
No llegó a ver esa navidad, ni se disfrazó para mí cantando horriblemente villancicos. Tampoco brindamos ni nos refugiamos el uno en el otro para contarnos tonterías y mucho menos pude escuchar su risa por última vez. Pero la navidad fue especial porque, aunque no pudo verla, conseguí que la disfrutáramos juntos.
Feliz navidad, Natsumi.
Wednesday