Con tiempo y perspicacia uno aprende a sacar partido a las situaciones menos favorables y hacerlas merecedoras de momentos memorables. Con cierto dolor y poca ternura de su parte, descubrió que lo que a ella le parecía pícaro, sexy y podía convertirse en un suplicio más propio de él que de nadie. Así que, al principio, aquella mirada inocente y las faldas de vuelo que intentaban esconder sin mucho acierto su coño, porque por arte de quién sabe qué inspiración había pensado que no llevar bragas era, no sólo un acierto sino una idea de la hostia, comprendió por la fuerza que las cosas no las imaginaba ella sino que las hacía él.
La primera vez y engañada por su sonrisa, estuvo dos días sin poder sentarse. El dolor era tan atroz que cuando se le fue pasando poco a poco, empezaba a echarlo de menos. Eso, sin duda era, lo más absurdo que podía recordar. Pero ella, testaruda y mal encarada por aquella afrenta a su gesto delicioso, quiso tomarse la revancha y en cuanto su coño volvió a estar preparado, volvió a la carga. No llevar bragas quería que fuese una ceremonia de acercamiento, para que la oliese o hurgase con sus dedos cuando le apeteciese. Sin permiso, por supuesto. Aquella segunda vez ya no hubo sonrisa y sí una mano poderosa retorciendo los labios y pellizcando el clítoris hasta las lágrimas.
No entendía aquello. Sí entendía que él hiciese lo que le diese la puta gana, pero no que demostrase esa feroz cara y ese desdén con ella y su gesto para con él. Así fue cada una de las veces, perdida la cuenta del número, pero no de las brutales reacciones que tenía con su coño. Hasta que llegó ese hermoso día de agosto, soleado y caluroso, húmedo por el mar y el salitre. Allí, los dos disfrutaban de unas merecidas vacaciones, bebiendo tranquilos, charlando. Unos momentos maravillosos hasta que él se percató, por decirlo de alguna manera sencilla, de que llevaba la parte de abajo del bikini. Ella se extrañó de su mirada y su gesto y no cayó en todas las veces que sin llevarla a él no le pareciese demasiado bien, como atestiguaban los recuerdos dolorosos y las marcas en su coño. Aquel “quítatelas” sonó tan seco y cortante que no supo que hacer al principio. Se puso una toalla por encima y empezó a bajarlas. Él, sin embargo, paró aquel movimiento poco decidido y le dijo que se pusiera de pie, a su lado y lo hiciera para que pudiera verlo bien. El no, salió desde su estómago pero no pudo contenerlo. Su mirada fue más que suficiente para que dejase a un lado el recato, se levantara y se bajara las bragas despacio, esparciendo la arena pegada a su piel hasta el suelo.
Allí se quedó, avergonzada, bloqueada y excitada. Él cogió su mano, tiro de ella suavemente hasta que se puso de rodillas y le susurró algo al oído. Se levantó, salió de la zona de sombra y se sentó en la arena. El calor infernal hizo arder su coño como nunca antes lo había sentido y hasta que no pasaron unos minutos y perdió la sensibilidad lo suficiente para atender a su voz, no volvió a la realidad en la que se encontraba. Después de un sorbo de cerveza helada que se filtró en parte por su barba le escuchó decir: “Te adoro, Mía”.
Por eso le gusta recordar lo momentos románticos sin bragas que pasó junto a él.
Wednesday