Todo lo que poseemos es temporal. Es una afirmación sencilla y evidente pero aun así, nos agarramos con fiereza a la necesidad de que perdure por siempre. Nos preparamos para mantenerlo y fortalecerlo, nunca para despegarnos o asumir que lo podemos perder. Es un dolor difícilmente explicable. Desde atrás, olvidando por unos instantes como la piel se iba despegando al ser arrastrada por el cemento, notaba la pesadumbre de su gesto. Tiraba de ella con el cinturón enredado en la muñeca y con pasos largos y cansados. La fuerza era inagotable y el desplazamiento continuo. De vez en cuando se agitaba para poner la camiseta, o lo que quedaba de ella, entre el hormigón y la piel. De nada servía. La tensión del cuero y su brazo era más que de sobra para que el cuerpo se desplazase con aparente facilidad. Pero era sólo eso, apariencia. Vislumbraba sin ver su cara de cansancio. Rezaba porque no fuera hastío mientras que la imagen de su cuerpo arrastrado de aquella manera tan primitiva, era la realización de un deseo demasiado tiempo escondido. Escondida, así había estado toda la vida, una fachada estupenda que hoy era una simple ruina entre sus manos. Se afanaba por mantener la compostura cuando la tensión de la cuerda, de la cadena o del cinto cesaba, imitaba a su yo anterior tan bien que a veces se asustaba por si resultaba demasiado artificial. Después, una vez que veía el resultado, sonreía porque aquello que antes estaba escondido ahora estaba a simple vista pero invisible para todos excepto para él. Muchas veces se había preguntado cómo había sido posible aquello, cómo esa vida oculta y que tantas veces había dejado de lado porque “¿para qué?” se decía. Y ahora, cuando la piel de las nalgas había desaparecido y la carne viva era la que rozaba contra el suelo, era cuando el dolor punzante le hacía morder los labios al mismo tiempo que dibujaba una sonrisa cómplice con su yo más cerdo.

Soltó el cinturón y se dejó caer en la silla casi como un fardo, desganado, con los brazos derrotados en sus costados. No sabía si tenía la mirada perdida o los ojos cerrados hasta que se inclinó hacia adelante y levantó las manos hasta la cabeza. Se presionó las sienes y clavó los codos por encima de las rodillas. Quizá le vio llorar o simplemente fue un suspiro de puro agotamiento, pero aquella imagen de derrota, para ella era un símbolo de grandeza. Se incorporó y pasó las manos por sus brazos, las rodillas se clavaron en las pequeñas piedras del suelo y rodeó con su largo cabello las piernas. Olió la tela de los vaqueros y con el interior de los muslos se estremeció con las botas. Notaba la respiración profunda y lenta intercalada con el llanto silencioso y unas tímidas lágrimas. Mantener la compostura era lo suyo y sabía con seguridad que él pasaba cada segundo siendo lo que era para ella. Aquella escena, mezclaba la ternura y la dureza de quién falla, de quién valora por encima de todo lo que posee pero sobre todo, de alguien que no se rinde.

Fue un instante perdido en las arenas del tiempo que permitió recomponer cada uno de los pedazos rotos de sus almas. Fue entonces cuando soltó el cinturón de sus tobillos, se levantó, tiró de su pelo con tanta fuerza que prácticamente levantó su cuerpo del suelo. Agarró la cuerda fina que había en el suelo y anudó las muñecas al respaldo mientras le colocaba las rodillas en el asiento. Y así, expuesta, comenzó a recibir los latigazos del cinturón que tanto se había ganado, cambiando el rojo por el púrpura y la sonrisa por el llanto.

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