Cada tarde, a modo de recordatorio, se encontraban por el mero hecho de reflejarse en la mirada. Seguramente desde otra perspectiva podría resultar ridículo pero para ellos aquello, como el café que tomaban uno frente al otro, servía de punto de unión y conexión. Lo extraordinario del encuentro se convirtió pronto en una rutina. En sus cabezas, mientras guardaban silencio y se acariciaban las manos, azuzaban los demonios de la carne y como testigos estaban los viandantes que, ajenos a aquellas dos tormentas contenidas, caminaban con ligereza a sus lugares de encuentro. Se miraban y hablaban poco y cuando dejaban de mirarse, aparecían las fieras con los dientes afilados para atacarse sin compasión.
Como todo el mundo, ocultaban una parte de sí, una parte primitiva que no tenía cabida en este mundo por mucho que hoy fuera más visible. No, no tenían cabida en este mundo. Las fieras siempre agazapadas, enjauladas en pensamientos que se golpeaban uno tras otro con los límites de la memoria y que, desde la mirada, se observaban de la misma manera que se observa a los animales en cautividad, con la congoja de la prisión y el temor de la libertad. Cada cual tenía su vileza en aquella mirada. Ella dulce y deseosa, la de él sin ningún ápice de piedad. Y así y todo, sólo se acariciaban las manos.
Cada cuerpo transmite el placer a su manera. La risa o el llanto, el silencio o el grito, el gemido mordido o el asombro tras cada bocanada. Pero la mirada transmite otras cosas. Lo vertiginoso del pensamiento cuando las pupilas se dilatan o se contraen simulando un ataque feroz, las incipientes lágrimas que se quedan colgando del puerto de los ojos esperando que un cabo se anude lo suficientemente fuerte para sentirse amarrada hasta nueva orden. La sangre inyectada por la rabia o el dolor o el telón bajado porque son otros los sentidos que deben inmiscuirse en los asuntos carnales. Luego la mirada se pausa cuando atraviesa la humareda del café y las manos se sueltan para darse un respiro. El corazón aún fuerte, no puede soportar las tensiones de tantos animales golpeando los barrotes de la jaula.
Después de meses, de años, de toda una vida en realidad, tan solo ellos dos son capaces de contentarse y amarse, de destruirse para cuidarse, de alimentarse y beberse tantas veces que incluso así, quedan asuntos pendientes que tratarán la próxima vez que se miren mientras se cogen la mano y se miran como las bestias enjauladas que son. Ellos no tienen cabida en este mundo.
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