Al calor del sol y de sus manos, del silencio roto por el roce del cáñamo, del suave vuelo de las escamas de la piel contoneándose mecidas por la brisa hasta llegar al suelo, del salitre recubriendo los labios inflamados, llegaba el susurro de las olas golpeando la arena, enfadadas por el final de aquellos días. Desde aquel balcón los días eran interminables y las noches infinitas. Arrodillada y notando el hormigueo de la desesperación, se mantenía inmóvil mientras él se afanaba en hacer cosas aparentemente sin sentido. Pero aquella danza la entendía. Entendía ahora muchas cosas que antes sólo eran dislates en su cabeza y eso la hacía feliz. Observaba cómo a veces deslizaba los pies por el suelo empapado como si bailase un tango, agarrando algo que luego utilizaría, otras veces parecía que clavaba los pies en el solado haciendo resquebrajar los cimientos. Nada de todo aquello era real, por supuesto, pero le encantaba imaginárselo así, aportando su granito de arena a una mitificación que él detestaba pero que ella, simplemente por hacerle de rabiar, le contaba en ocasiones.
Todo era mucho más sencillo. Las órdenes, las acciones, las preguntas y sus respuestas, los nudos y las inmovilizaciones. Incluso el sexo, la parte más violenta era increíblemente sencilla. Cuando el sol se ponía, las aves marinas revoloteaban sobre ellos, a distancia prudencial, voyeurs emplumados que desde lo alto no querían inmiscuirse en cosas terrenales. Era cuando él sonreía y atemorizaba. Allí de rodillas se sentía a salvo de todo menos de él, justo lo que deseaba. Sin cuerdas esta vez, sin mordaza, sin nada que impidiese sus movimientos y aun así temblaba por dentro y por fuera. Él se desnudó para ella y ella reprimía los impulsos de abalanzarse sobre él. Caminó a su alrededor, tan cerca que podía olerle la piel y ese cosquilleo le hacía sentirse pequeña, comprimiendo los músculos, esperando la caída completa del sol para que el infierno se desatase sobre su cuerpo como otras tantas veces. Vapuleada por las emociones, en sus manos se sentía como en una montaña rusa, a veces como una niña protegida, otras como una esclava, no sabía que papel jugaría aquella tarde noche.
Se arrodilló ante ella y levantó su cara. Pudo observar las marcas de todos aquellos días, los recuerdos de la sangre curándose sobre la piel, las quemaduras y los roces de la cera y las cuerdas, los surcos de las lágrimas, la saliva que inundó su cuerpo. Volvió a sonreír y cubrió su cuerpo con los brazos. Meció la piel, los brazos, lo levantó liviano y tembloroso y ella se acurrucó en el suyo. No estaba acostumbrada a ese trato tan delicado y siempre expectante esperaba la violencia en algún momento. Entonces la dejó suevamente caer sobre la mesa de cristal y el frío le recorrió toda la piel. Luego se sentó detrás de ella, descolgando la cabeza y dejando que el pelo se deslizase casi hasta el suelo. Abrió el grifo y con la manguera mojó primero la piel, pulverizando gotas de agua que calentaron los huesos. Luego mojó el pelo y dejó que la cabeza reposara sobre sus piernas. Mientras los dedos acariciaban la piel le dijo: “Hoy, hablaremos”.
Wednesday