La frialdad que ella desprendía en sus rutinas diarias, le hacían ser una mujer distante, observadora y tenaz. Alguien que gobernaba las emociones hasta tal punto que el miedo se convirtió en un aura que le acompañaba cada día. Así era en su trabajo y en sus quehaceres cotidianos. Un control maldito que durante mucho tiempo no supo desatar. El caos se alejaba de ella poniendo pies en polvorosa, dedicada a sus fijaciones y rutinas, a ese nivel de control exagerado que sin darse cuenta la había sumido en un océano de soledad inmensamente profundo. Se dedicó entonces a sumergirse en él.
La vida alborotada y la pasión por la improvisación, la cultura del arte simbólico de hacer lo que en ese momento fuera necesario y de la manera menos controlada posible, fue un choque brutal de sentimientos y consciencias. Allí sumergida, en el azul constante de su fondo oceánico llegaron las burbujas caóticas de aquel hombre que nadaba con una sonrisa y buscando las perlas que luego dejaría sobre la playa. Arriesgaba todo por nada, pero obtenía de aquel desbarajuste todo lo necesario. Los rayos de luz penetraron en aquel instante. Los pensamientos de ella se convirtieron en un choque brutal de sentimientos, emociones y conflictos. Entonces su orden fue invadido por el caos. La vida cotidiana dejó de ser una cuadrícula milimetrada para convertirse al principio en una odiosa subida y bajada de colinas de hierba fresca y dunas de fina arena. Se quedaba sin aire en las subidas y se le encogía el estómago en las bajadas. Nada podía controlar, se le escapaban las decisiones de entre los dedos y sin darse cuenta comprendió que aquello era lo que necesitaba. Dejó de pensar y se dejó llevar por aquella vorágine de risas y acciones completamente aleatorias.
Cuando coincidieron entre las sábanas descubrió que el caos se convertía en una lujuria fría, absolutamente diferente a lo que estaba acostumbrada. Fue ahí donde conoció otro tipo de rutinas, unos rituales tan precisos que él se transformaba en calma absoluta y ella lo sentía en la paz, el dolor y la presión. Cada uno tenía el control del otro en alguna faceta y se dejaban llevar en otras. Aquella frialdad mecánica le hacía sacar el calor interior que la soledad había estado guardando durante tanto tiempo. Quizá es lo que le faltaba a todo el mundo, el equilibrio perfecto de los extremos y unos extremos tan violentos que solo daban calma.
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