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BARRO

I

Pal Vetam conducía su viejo Lada por la N92 intentando averiguar dónde estaban las líneas de la carretera que la lluvia incesante de los últimos cincuenta días había borrado casi por completo. En el salpicadero, razonablemente bien cuidado para como habían tratado al coche colgaba una cadena que brillaba al reflejar la luz de los diferentes aparatos indicadores. De vez en cuando, alargaba la mano para acariciar las cuentas del colgante en un acto que se asemejaba más a un gesto supersticioso e involuntario que a otra cosa. Los baches producían un quejido pronunciado en el metal, como si este estuviese avisando de que ya le quedaban pocos kilómetros por recorrer, sin embargo, aquella vieja chatarra llevaba quejándose desde hacía más de dos décadas. Vetam se lo compró a un antiguo compañero de trabajo un par de años antes de que los viejos coches de combustión sin centralita electrónica se hicieran Imprescindibles.

Metió cuarta y aceleró unos doscientos metros antes de comenzar la subida a la colina Farewell. Los escasos 83 caballos tosieron empujando el vehículo y su tracción total carretera arriba.
Mientras lo hacía, miraba la presión del aceite y aunque lo había cambiado hacía al menos tres mil kilómetros, no se fiaba demasiado de que algo de aceite se hubiera filtrado por las juntas. Por las ventanas sólo se escuchaba el crepitar de las finas gotas golpeando los cristales. Un rayo que se prolongó en el tiempo e iluminó las nubes a su derecha le hizo mirar hacia allí. Cuando el trueno llegó, el rayo aún no había desaparecido y encendió el suelo con una explosión que desplazó el coche hacia la cuneta como si fuera de juguete y allí se quedó atrapado.

El golpe lo sacó de su asiento y aunque llevaba puesto el cinturón de seguridad, los anclajes viejos y medio oxidados cedieron. Se clavó la palanca de cambios en el muslo y se golpeó la cabeza con el salpicadero, justo donde la cadena colgaba. El impacto la partió y aunque no perdió el conocimiento sintió como la conmoción le permitió rememorar una vieja ensoñación. El sol cálido de la costa, la brisa y el salitre acariciaban su cara. Se sentía joven, adolescente, cuando iba a pasar los meses de verano a la playa y los ruidos del mar se mezclaban con los gritos infantiles. El agua rompía en la orilla y con el viento las gotas pulverizadas empapaban su cara.

Cuando abrió los ojos notó la humedad de la lluvia entrando por el cristal roto tras el impacto. El sabor metálico del agua le recordó que recoger agua de lluvia dejó de ser recomendable hacía una década ya. Se secó con la manga y cuando se intentó incorporar una punzada de dolor recorrió su costado. Seguramente se habría roto alguna costilla, pensó. Con esfuerzo se agarró al volante y tiró de él para poder volver al asiento. Tardó un par de minutos en conseguirlo no sin dolor y quejidos ahogados por la tormenta. Intentó arrancar el motor, pero este había dado por concluido su vida útil en un estertor prolongado que terminó con un sonido ahogado que se fue debilitando poco a poco hasta que quedó en silencio. Maldijo dando un golpe al volante y dejó caer la cabeza sobre él. El viento amainó lo suficiente como para que la lluvia dejase de golpearle en la cara y pudo ver reflejada en la carretera mojada las luces intermitentes del coche. Quitó el contacto, abrió la puerta y con esfuerzo salió notando como las costillas rotas se clavaban en su carne. Por suerte, pensó, no habían perforado el pulmón y aunque respiraba con dificultad no era demasiado doloroso. Se apartó un poco del coche y vio el amasijo de hierro en el que se había convertido. Se sentó en el maltrecho capó y miró hacia el barrizal que había frente a él, al mismo lugar donde había caído el rayo antes de la explosión que le hizo chocar.

Al fondo, sobresaliendo entre el barro y brillando en la oscuridad cuando los rayos, que ya estaban lejos, un objeto negro similar a un asiento y sobre él lo que parecía un cuerpo. Se secó con la manga el agua de la cara para ver mejor y se sobresaltó al comprobar que efectivamente, lo que había semi enterrado en el barro era un cuerpo humano sujeto a un asiento. Miró al cielo y pensó en un piloto que había saltado desde su avión, pero no vio restos del paracaídas. Comenzó a correr, pero una punzada de dolor le avisó de que fuera más despacio. Cuando llegó la lluvia comenzó de nuevo a caer como si no lo hubiera hecho en años. Lo que vio no se le olvidaría jamás.

 

II

No era la primera vez que Reed recibía un aviso sobre un suceso extraño, en realidad la mayoría de sus casos eran extraños y oscuros. Estaba acostumbrado a la depravación y perversión humana y pensaba que aquella época lo único que había remarcado es la capacidad que tenía el ser humano de ser un auténtico hijo de puta. Cuando llegó, las luces de los coches patrulla conferían a la escena un aspecto extraño. No era su hábitat natural y el bosque engullía las luces como si una mano gigantesca agarrase cada uno de los focos. Estaba cansado, llevaba casi 48 horas sin dormir y lo que menos le apetecía era levantar un cadáver e iniciar una investigación con aquella lluvia infernal que parecía no tener fin. Hacía mucho que decidió no limpiar sus botas permanentemente manchadas de barro así que cuando vio la escena no dudó en acercarse sin cuidado por donde pisaba.

Los sanitarios se arremolinaban alrededor y entre ellos se gritaban y señalaban lo que debían hacer con sumo cuidado. En sus caras había algo distinto a lo habitual, una mezcla de pánico, asombro y estupor. El oficial que hablaba con el hombre que encontró el cuerpo le hizo una señal para que se acercase. Cuando llegó hizo un gesto al agente para que se retirase y éste se fue para ayudar en las tareas de rescate. Sacó una cajetilla arrugada y le ofreció un cigarro. Vetam rechazo la oferta con la mano y Reed se lo llevó a la boca y lo encendió. La llama iluminó su rostro y Vetam pudo ver las arrugas de un hombre cansado y los ojos claros que vislumbraban una mirada taimada y firme.

  • Cuénteme, ¿cómo ha llegado usted aquí?

A Vetam la pregunta le resultó sorprendente, camuflada en la voz áspera de Reed y tras una humareda que salió de su boca al mismo tiempo. Se agarró las costillas que ya le habían vendado y le miró con el mismo cansancio.

  • Volvía a casa, un rayo cayó justo ahí – señaló con la otra mano – y yo terminé en la cuneta con el coche destrozado.

Reed le miró en silencio y esperó unos instantes para volver a preguntar. La segunda calada consumió la mitad del cigarro y ni la lluvia parecía capaz de apagarlo. Se giró hacia donde estaba el cuerpo todavía semi enterrado en aquel asiento y sintió como siempre que aquellas escenas tenían siempre algo de irreal. Hacía mucho tiempo que los crímenes habían dejado de ser resueltos, de tener importancia y se habían convertido únicamente en una constante de los periódicos que tampoco se lanzaban a darles cobertura. Las fuerzas del orden ya no eran tan prioritarias y los presupuestos cada vez eran más reducidos, sólo quedaban en el cuerpo hombres y mujeres de más de 45 años. A veces se preguntaba por qué seguía levantándose cada mañana para seguir haciendo las mismas cosas y que no sirviesen para nada, pero ahí estaba, bajo la lluvia, fumando y calándose hasta los huesos.

  • Cuénteme todo lo que ha visto – Tiró el cigarro que se hundió en el barro y aun así hizo el gesto de aplastarlo. Sacó una libreta, como los detectives de las películas en blanco y negro, bolígrafo mordisqueado y comenzó a escribir.

Vetam contó con detalle lo que había pasado sin escatimar en los detalles, incluso lo que sintió cuando llegó y vio el cuerpo de la mujer en aquel asiento con probablemente todos los huesos rotos. Reed levantó la mirada buscando algún gesto de temor de aquel hombre. Comprendió entonces que Pal Vetam había visto cosas terriblemente similares. Ni siquiera vio su cara de asombro cuando afirmó que llamó a emergencias porque la mujer aún respiraba. Reed cerró su libreta, dio la mano a Vetam y le invitó a que fuera al hospital con alguna de las ambulancias que habían llegado instantes después de que él las avisase. Negó con la mano como ya hizo con el cigarro. Se levantó y fue a su coche para intentar arrancarlo. Cinco minutos después el viejo Lada chillo como un perro apaleado y el motor tosió un par de veces hasta que por fin arrancó. Se subió y pensó como iba ahora a subir la colina Farewell sin aceleración ninguna. Maldijo de nuevo su suerte y aceleró.

Reed observó como el viejo coche subía la pendiente como si el Pequod intentase romper la última de las olas de una galerna. Se perdió entre la lluvia como el ballenero. Se volvió y caminó entre el barro hasta llegar al cuerpo de la mujer. Cuando los sanitarios se apartaron el corazón se le encogió.

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