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Le atusó el pelo, probablemente por nostalgia, como un recordatorio intangible. Luego le cogió las manos, despedazadas en el camino que le hizo salir del pozo. Reproche. El corazón nos engaña desde que somos conscientes de nuestros miedos, cuando dejamos de ser niños y nos escapamos del parque de las emociones para adentrarnos en la urbe de lo siniestro. El mismo corazón que nos enmascara lo salvaje con un ligero trote haciéndonos creer que eso que tenemos es lo más puro y libre. El corazón le engañaba porque era un gran hijo de puta. Pero allí, en una nueva representación, un reestreno al más puro estilo del big show, volvía a plantarlos en el escenario sin un maestro de ceremonias, a pelo, para que cada uno hiciese el soliloquio más convincente y que la audiencia, la vida claro, dictase sentencia. El corazón apaciguado quería volver a ser salvaje.

Entonces, ávido de estímulos, empezó a nutrirse de lo más básico, de los besos robados e impuestos, de las ligaduras que arrastraban cuerpos hasta que las rodillas, dobladas y desolladas permitían abrir la boca y beber sin descanso hasta que las lágrimas, el rímel y el semen impregnaban el rostro. Era cuando los latidos se acompasaban, se llenaban de armónicos y retumbaban en sus cabezas mientras las muñecas golpeaban el metal oxidado de aquellos refugios invernales abandonados donde él la castigaba, donde ataba los brazos a las articulaciones de sus dominios y se dejaba llevar por ese grito silencioso tan primitivo. El grito del triunfo, del tesoro y del premio, de la caza y captura de una presa emblemática. Cuando se daba golpes en el pecho y se le derramaba la saliva que era incapaz de controlar después de haberse corrido en su interior mientras temblaba, con espasmos de semidiós sobre aquel pecho acogedor y redondo.

Cuando separó los dedos del pelo sonrieron, y con un gesto imaginario pararon los latidos engañosos porque ya ni eran salvajes ni el amor primitivo.

 

Wednesday

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