Olía bien, vestía mejor, aunque eso para él fuera absolutamente prescindible. La jugada no era maestra y casi siempre infalible para ella. Eran rutinarios así que implementar las propias rutinas se vislumbró como una excelente idea. Ella aparentaba no estar nerviosa y a él se le secaba la boca. En cualquiera de los casos empezaban a sumergirse en aguas que nunca habían transitado.
Los labios rojos siempre fueron un reclamo, ese color que adornaba la carne y que brillaba con la saliva que la lengua instantes antes había humedecido mientras se giraba para que no se percatase de la argucia. Él cruzaba una pierna y colocaba la puntera de la bota sobre el suelo mientras jugaba con las llaves dentro del bolsillo del pantalón. De eso se trataba la seducción, de maniobras maravillosas para avanzar con los peones y destruir toda defensa posible mediante ataques medidos, palabras superfluas enroscadas en pensamientos casi profundos. De instantes y vivencias únicas, fuesen veraces o inventadas. Era una guerra, no había ningún otro objetivo.
Olía bien. vestía mejor, pero las estrategias anteriores de nada servirían. Nada tenía que ver que ella fuera diferente. Todas lo son, todas lo eran. Simplemente y mientras jugaba con las llaves de su bolsillo entendió que el tiempo era tan valioso como los efluvios de la desesperación. No disponía de ella ni de tiempo. Ella llegaba sonriendo, esperando dos besos, esperando una sonrisa y un saludo afectuoso, una mano tendida y cálida, una voz reconfortante. Pero para todo eso no necesitaba oler bien ni vestir aún mejor.
Cuando se abrazaron sus caras quedaron en paralelo, los labios de uno junto al oído de la otra y viceversa. De lejos solo podían verse los movimientos de los labios mientras la mano apretaba la espalda, por encima de la cintura. Labios en movimiento susurrando ideas que penetraban y se ponían cómodas entre el pelo y el alma. Palabras, sencillas, secas, frías. Tan fría que eran capaces de hacer arder la ropa que llevaba puesta. Después el temblor de las piernas y el tintineo de las llaves cayendo al suelo. Los labios seguían moviéndose, despacio, al ritmo del temblor de las piernas, en medio de un silencio atronador en el que la música y el bullicio hacía un buen rato se había diluido en los vapores del deseo.
Luego se separaron y se sonrieron, uno astuto, otra vencedora. Él se agachó, recogió las llaves y el olor que se desprendía de ese descenso. El frío de la calle les recibía con algarabía, la suficiente para que los huesos lo notasen y se preparasen para recuperar la temperatura en cuanto la ropa cayera al suelo. Las sábanas eran el envoltorio de los mordiscos, de la sangre coagulada por la sorpresa y el olvido. Tendidos, sudorosos, ensangrentados, empapados en el suntuoso vicio dejaron claro que así, olían mejor y vestían bien.
Wednesday