Escribía tanto como leía y leía tanto como respiraba. Era la única manera de mantenerse alejada de aquel ruido infernal en el que estaba sumida desde hacía media vida. El refugio eran las letras, las suyas como desahogo, una penitencia que sustentaba la cordura y le permitía poder respirar sin que los pulmones estallasen en un grito de rabia desesperada. Las letras de otros para buscar indicios y recovecos, buscar ayuda y que se materializase en pensamientos compartidos. Era una vaga esperanza, pero suficiente para sostenerla como el saliente escondido en la montaña en el que el alpinista introduce la punta de un par de dedos le es suficiente como para mantener su peso mientras bajo sus pies se asoma un abismo abrumador, una caída a la perdición y a la muerte más irremediable.
En algún momento, en alguna de aquellas letras escritas o leídas el curso del río de su vida cambió. Tenía las manos llenas y la mente rebosante, la felicidad recorría su espina dorsal cada segundo sabiéndose completa, absolutamente viva y esa felicidad abrió todas las puertas del mundo existentes. Una de ellas, la puerta del miedo. Lo leyó incontables veces, lo sintió de cerca en otras personas, pero nunca imaginó que en su piel y su carne ese sentimiento tomaría un nuevo rumbo, un discurso diferente. Entonces todas aquellas letras que brotaban como un manantial cristalino dejaron de adornar las libretas y las esquinas de los papeles. Todas las letras fueron consumidas por el temor a ser reveladas y descifradas. Temió tanto que su intimidad fuera un escaparate abierto al prejuicio y al juzgado de cada uno de los que pasaran por su lado que cerró el libro de su vida. Las marcas se perdieron entre las letras, los deseos se ahogaron entre la oscuridad de las hojas plegadas, la violencia y los gemidos se transformaron en susurros perdidos en el aire de su habitación.
Allí estaban los papeles, los mismos que detallaban y ocultaban su vida y ahora su miseria y las lágrimas. Los ojos inundados en ese sollozo interno, solitario y mudo que ocupaba cada uno de sus días, con el deseo de volver a notar el tacto del cuero de las cubiertas, de la celulosa de las hojas garabateadas. Sin embargo, allí esta inmóvil, congelada y petrificada como si la Hidra hubiera puesto su mirada en sus hermosos ojos. Lo que antes fue fuego ahora era piedra por fuera y magma por dentro. Se miraba entonces las manos, las uñas pintadas porque incluso así, seguía haciendo pequeños gestos inconscientes para sentir que lo que había escrito había sido real. Se acariciaba la piel y notaba dónde habían estado las marcas que ya estaban desparecidas. Respiraba el aroma cítrico de las mandarinas para viajar a aquel lugar remoto donde la cerveza fría calentaba sus entrañas y los pies colgaban a cierta altura. Se maquillaba en el espejo de manera autómata, pero los ojos le brillaban cuando se los perfilaba de negro profundo.
De una manera o de otra no podía permitir que el olvido le llevara a la nada porque seguía siendo todo.
Wednesday