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La sangre no miente, nunca. Cuando fluye lenta y espesa, aterrada en color, cuando resbala por la piel, rápida como el carmín corrido de unos labios deseosos, cuando pugna por salir y la piel aun mantiene la consistencia y dureza suficiente para retenerla. En todos esos momentos, la sangre siempre dice lo que piensa y eso no implica que sea lo que piensas tú.

Provocar dolor es fácil, tan fácil porque cualquiera puede hacerlo, sin medida o meditado, con fulgor, de improviso, sorprendiendo a quién lo recibe y a veces a quién lo provoca. Solo se aprecia este dolor cuando se sabe con certeza que lo provoca y que reacción tiene. A veces es contenida, por la rabia y la frustración y ésta es la peor de todas. Y solo se entiende el dolor cuando comprueban tus propias lágrimas lacerar las heridas, las tuyas propias y las que provocas.

Ella sollozaba abrazada a sus piernas, laxa, sin impulso, sometida posiblemente porque así creía debería ser. Él, sin embargo no sabía como contener esa ira y esa furia que hacían temblar sus brazos. Respiraba con prisa porque al aire le incomodaba estar cerca de su corazón, bombeando salvajemente el rojo de la pasión desmedida. No era rival, pero entraba y salía una y otra vez como si creyese que en algún momento pudiese apaciguar el caos infinito. El aire, interminable e inabarcable tenía sus razones y más pronto que tarde alcanzaba su objetivo. Cuando los músculos se relajaron y el pecho consiguió mantener un ritmo tranquilo, se desplomó contra el suelo arrastrando el cuerpo de la mujer con él. Ella no le soltó y los ojos, sobrevivían al naufragio soportados por el salvavidas de la necesidad. Él necesitaba el dolor y ella, le necesitaba a él.

En horizontal, en el mismo nivel, sentía que no sabía nadar y difícilmente podría ayudar a aquellos ojos a mantenerse a flote. Ella intentaba con todas sus fuerzas flotar sobre las olas del dolor, tragando sal y espuma para después de un rato volver a asomar la cabeza. Desfallecía por completo y él no tenía la cuerda para lanzar y que ella pudiese aferrarse. Levantó los brazos y abrazó el menudo cuerpo contra él, lanzándose al océano del dolor con ella, pensando que si no podía mantenerla a flote, se ahogarían juntos. Al menos lo intentaría. Ella clavó los dientes en los músculos, probando la sangre y escuchando el aullido del dolor, pero no es lo que ella quería. Él tampoco.

Mientras la carne latía entre los dientes, se alzó sobre el llanto, sobre el grito y su propio dolor. Tiró de ella aún agarrado la presa en su boca y se pusieron ambos de pie. Secó las lágrimas con el dorso de la otra mano y le ordenó abrir los ojos. Ella acurrucó las piernas alrededor de las caderas y él montó su animal salvaje, la sirena que se oculta en el oleaje. Las embestidas y los golpes contra la pared pintaron de rojo sangre, intenso y brillante sus sentidos y cuando se corrió, dejó de morder, con los dientes tiznados de dolor y los labios hinchados de placer.

La sangre no miente nunca y provocar dolor es fácil.

 

Wednesday

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