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Siempre asociados a la introspección, a la pesadumbre, al refugio para no sentir el clamor de la intemperie. También son momentos de otro tipo de reflexiones, de apreciar la belleza en otras cosas y otras circunstancias. Y es en la belleza, en los arquetipos declarados donde esta no tiene porqué perpetuarse. En el jardín y bajo la lluvia no necesitaba refugiarse bajo los manzanos. Disfrutaba de cada gota, a veces aislada, a veces en un barrido que bañaba su cuerpo como una cortina mecida por el viento. Calada hasta los huesos, con el poco maquillaje que se ponía difuminado por su cara, los dientes blancos asomando por aquella sonrisa inabarcable. El vestido se había pegado a su piel y era difícil distinguir uno del otro mientras que las flores estampadas cobraban vida en la respiración sobre sus pechos. Allí era feliz, más si cabe.

Era entonces cuando yo veía algo en esa belleza sacada de contexto y que muchas veces no supe explicar. ¿Cuándo era más bella? ¿Arreglada con detalle y mimo, perfumada, con ese contoneo habitual, cosificada por mí como un mero objeto de placer y belleza? O como en aquel momento, despojada de todo ese artificio exuberante y reducida a una brizna de hierba sometida por las fuerzas de la naturaleza. Ambas eran la misma respuesta, sin embargo, mi disfrute estaba en el término medio, no el aristotélico, por supuesto. Aquel paso de belleza adornada a belleza innata, destruida pieza a pieza, átomo a átomo por mis propias manos, condensando toda mi fuerza en arrasar su cuerpo, su piel, su carne y su alma. Ese proceso sistemático donde veía licuarse esa capa externa que hacía de ella una preciosidad a ojos de cualquiera, apareciendo las lágrimas por el dolor y el placer al unísono. El cambio provocado por el deseo de ambos en el que la belleza artificial se transformaba en belleza primaria.

Y ahí es donde disfrutaba yo, en la transformación, moldeando a mi antojo lo que era mío. Ahora viendo a la lluvia arreciar sobre ella comprendía que su búsqueda no era para agradar a nadie, ni tan siquiera a mí, era la necesidad de sentirse una y otra vez zarandeada por aquello que no podía controlar y que a su vez tenía un control absoluto sobre ella. El viento movía su cuerpo, pero no sus pies. A veces veía su mirada envalentonada queriendo más, la misma mirada que me dedicaba cuando creía haber llegado a alguno de nuestros límites. Entonces, daba un paso más porque, aunque yo no era la naturaleza, tenía esa parte salvaje de mi lado. Así fuimos construyendo un hermoso contexto en el que ella cada vez se sentía más segura y yo la veía más hermosa.

Cuando entró al salón, empapada y sonriente sin importarle que estuviera poniendo de agua perdido el suelo, me hizo una mueca. Con la naturaleza no había tenido suficiente y yo tan sólo quería que cada vez fuera más bella.

Wednesday

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