Allá arriba, en la cima de la montaña, en el lugar en el que las nubes se toman un respiro y acarician las laderas acercando las brumas y las nieblas a los animales, acariciaba el cordel destensado de su arco. Se mordía el labio, despellejando con ansia hasta lacerarse la carne. Mientras los nervios jugaban con sus dientes y su lengua, la tranquilidad se aferraba a los dedos. La precisión siempre había sido una salvaguarda. Se mantenía con vida por ello. La hoja del cuchillo reposaba sobre la roca, humedecida por las pequeñas incursiones que las nubes habían hecho hasta la cumbre. El frío azul refulgía aún más ahora que el sol se estaba poniendo mezclando el anaranjado distorsionado del cielo con el plomizo de las rocas desnudas. La cuerda había envejecido a la misma velocidad  y como tantas veces, se había quebrado como la madera añeja del arco. Todavía mantenía la ligereza de antaño y la suavidad del tacto.

Cerró los ojos y acompañó el pensamiento con las caricias. En su memoria resonaron las risas, los golpes del acero en la madera, la hierba recién cortada y los ojos de color miel. Las correrías de juventud trepando árboles y persiguiendo alimañas, escondiéndose en lo profundo de la espesura, en aquella oscuridad donde se encontraban a menudo y donde ella clavaba los dientes en sus hombros mientras le desgarraba el vestido y la piel con sus garras afiladas. Luego los trinos se convertían en aleteos que se perdían en las copas frondosas y la respiración entrecortada en gemidos y gritos de dolor. Luego, cuando salían de aquella oscuridad se daban cuenta de la luz tan poderosa que había allá dentro.

Tensó la madera cuando le recordó colgado de una rama, haciéndose el hombre para que ella se sonrojase por vergüenza y amor. En aquella algarabía la madera quebró y su cuerpo cayó desde lo que le pareció un precipicio. Cuando despertó, el frío cortante en la nuca y la frente de su ropa empapada cubriendo el rostro le mostró la clemencia y la devoción. La voz suave, el insulto soberbio, y la preocupación hecha vida. Se recuperó rápido. En aquellas circunstancias era cuestión de vida o de muerte. Aquella rama en bruto escondía una razón poderosa y la talló con su alma y con fuego para darle forma, secando el verdor de mientras se combaba y creando la tensión que necesitaba. Luego el cáñamo, que desde pequeño hilaba para poder retener a sus presas y que eventualmente utilizaba con ella, unía los extremos tallados en filigranas. Busco en la espesura otras ramas, cerezos, avellanos, olmos. Probaba la flexión la resistencia en aquel culo travieso y ávido hasta que daba con la suficiente firmeza. Después, y cuando tenía oportunidad, improvisaba una forja y fraguaba puntas cortantes que afilaba con el cuero de sus botas y su cinto y probaba en la pálida piel.

Comían, corrían, se cazaban, follaban y vivían. Le enseño todo y ella aprendió a sentirle. Cuando abrió los ojos sonrió sin dejar de acariciar el arco que sacó de aquella rama quebrada. Aquella reliquia acompañaba sus recuerdos, aquella reliquia y sus enseñanzas. Echaba de menos ser perseguida entre la espesura y clavar los dientes en sus hombros.

Era casi de noche y se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no lloraba. Seguramente él por eso le diría: “Corre hasta donde llegue la flecha, corre porque cuando llegues seguiré estando en la punta del acero

 

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