Si los comienzos son complicados, los finales son peliagudos. En el tintero digital se quedan numerosos borradores (unos cuarenta), que quizá algún día vean la luz o simplemente quedaran en eso, bocetos de historias y recuerdos numerosos que no han tenido la suficiente fuerza para romper el proceso de pasar a algo más tangible. Setecientas veinte entradas, relatos, vivencias, recuerdos, fantasías, deseos y estados de ánimo han conformado los últimos ocho años. Pero las historias se agotan, los temas recurrentes dejan de tener motivación y finalmente se pasa a contar otro tipo de historias. No es que no me gusten los temas de los que trato, al contrario, me apasionan. Pero darse cuenta de que, a fin de al cabo, lo que se escribe parte y termina en uno mismo es lo que determina el recorrido de las historias. A veces me he alejado tanto del tema central del origen de mis historias y lo he centrado tanto en dos personajes que he acotado el acceso a la historia por un número más amplio de lectores. Aun así, escribía lo que deseaba y deseaba lo que escribía.
El final del camino es el final de estas historias, de estos conflictos internos de las mujeres que describo y del hombre sobre el que gira absolutamente todo. Y como en todo fin, se produce un resurgimiento, un comienzo nuevo con nuevos relatos e historias enfocadas en otros temas. ¿Significa que no escribiré más sobre dominación? Probablemente, pero ¿quién sabe?
Sin embargo, siempre hay una última vez, un último relato, un final enlazado con el comienzo, cerrando un círculo. Y el personaje más cercano a eso es Meiko. Meiko nació para contrarrestar el poder que emanaba de Sylvie, una especie de némesis que finalmente se convirtió en un complemento perfecto, en una compañía maravillosa y en la que ambas completaban un ideal de mujer. Ser las dos no era imposible, pero ser una de ellas en un momento determinado y en ocasiones que las dos estuvieran juntas fue una tarea complicada pero muy satisfactoria de escribir. Si Sylvie era un deseo, Meiko es un ideal, un reto en el que depositar notas al pie perfeccionando sus movimientos, sus silencios y sus esperas. Describiendo con detalle su respiración o su mirada de color miel y, sobre todo, intentar entender su manera de pensar y de actuar. Meiko es bella porque su idea es eterna. Así, el final de este camino solo lo puede poner ella.
Meiko y su fin.
El tiempo había pasado en un parpadeo. Apretaba el puño sin darse demasiada cuenta de que las llaves se clavaban en la palma provocando un constante pero placentero dolor. Ladeó la cabeza y vio reflejado su cuerpo en un cristal algo sucio. Su cuerpo había cambiado y de eso se había hecho cargo el parpadeo. Se acarició la cara con la otra mano notando las arrugas y las ojeras incipientes, luego miró al suelo, a sus pies dentro de unos zapatos de tacón carísimos. Aún se preguntaba por qué seguía haciendo cosas para él. Se consolaba con que en el fondo también era algo suyo. En ese parpadeo, ese instante en el que los años entraron a tropel en su cuerpo, se encontró innumerables veces con él. Ardió todas ellas como el fósforo cuando raspa la lija y prende apasionadamente. Luego los rescoldos y las cenizas tardaban en enfriar su cuerpo y sus deseos. Ni las lágrimas oceánicas lograron nunca apagar del todo aquello. La primera vez se hizo una promesa, una recíproca. Quizá en el camino fuesen sólo un par ondas armónicas que se tocaban de vez en cuando de manera periódica, pero al final, cuando únicamente quedase la estática y el ruido serían una única onda plana.
Se dijo muchas veces que aquella metáfora era sólo eso, hermosas palabras que conformaban un deseo. Lidió durante mucho tiempo con la crítica sobre su forma de ser y de afrontar lo que era. Nadie entendía que ella sintiese y supiese que era la propiedad de otra persona por decisión propia y que eso le permitía ser inmensamente feliz. No plena, por supuesto, pero sí feliz. Le decían continuamente que estaba desperdiciando su vida, sus mejores años y nunca entendió eso de los mejores años, como si cuando se es joven se aprecia o se vive de mejor manera lo que uno siente y necesita. Ella era feliz, incompleta pero feliz. En cierto modo nunca se sintió como esa onda que él decía, es verdad que a su lado todo era mejor, más brillante, más sano. Ella sabía cuál era su sitio y ahí es donde siempre estaba. Nadie salvo ella entendía la profundidad y la necesidad de aquello tan íntimo y profundo. Sonrió antes de introducir la llave en la cerradura pensando que a nadie más le importaba ni le interesaba.
Cuando giró una vuelta la llave el sonido de su teléfono le trajo de regreso a aquella imagen que reflejaba el cristal. Contestó, tragó saliva y volvió a cerrar la única vuelta que había dado a la llave. Recogió el llavero y se precipitó escaleras abajo. En la calle le esperaba la otra onda, la que iba y venía a su antojo, pero siempre constante. Imaginó que su corazón se aceleraría, pero ahí estaba, pausado y acompasado con la respiración. Se quedó frente a él, parada, orgullosa y avergonzada al mismo tiempo. Recordó el reflejo del cristal y tuvo ganas de llorar. Poco quedaba de aquel cuerpo que tantas veces mancilló y ultrajó, del que se sirvió y disfrutó. Se sintió vieja y acabada y terminó por agachar la mirada, más por no ver su cara de decepción que por el pánico que empezó a invadirla.
Entonces él se acercó un poco más, acarició su nuca al aire como tantas veces había hecho. Pulso las aun reconocibles marcas de sus dientes y la atrajo hasta su pecho. Durante cinco minutos estuvo hablando sin parar y ella se sorprendió porque probablemente era la vez que más tiempo había estado sin guardar silencio. Cada palabra que dijo tersó su piel y estiró sus huesos, calentó su estómago e hinchó sus pulmones. Las lágrimas hacían que todo aquello fuese borroso, como cuando miras a través de un cristal empañado. Ya volverás a por tus cosas si así lo deseas. Ahora y hasta el final no me necesitas nada más que a mí. Comenzaron a caminar y ella, aun temblando le preguntó dónde iban a ir. Él sin mirar ni ralentizar el paso apretó con fuerza su mano y le contestó: Al lugar al que deberíamos haber ido hace mucho tiempo y del que no vamos a volver.
Por fin el ruido cesó, la estática desapareció y como una vez dijo, se convirtieron en un único sonido rotundo y perfecto.
Wednesday