Sonaba de fondo la voz de Michael Hutchence mientras ella acompañaba el estribillo de Baby don’t cry. Sabía cuándo estaba contenta por el volumen al que ponía la música y porque era el único momento en el que no iba descalza por la casa. A veces se vestía con unas converse, otras con unos tacones que percutían en la madera como Woody Woodpecker. Decía que bailar con zapatos se ponía cachonda. Yo también. Desde el principio dijo que había nacido para bailarle y así lo hacía casi a diario incluso cuando la tristeza amenazaba con la cancelación de cualquiera de sus múltiples bailes. Se volvía sensual con el blues, moviéndose de manera sinuosa, marcando aquellas caderas rotundas y maravillosas. La música electrónica la dejaba para las noches en las que el alcohol había humedecido los deseos y las intenciones, cuando dejaba su mente en blanco y el cuerpo se sumergía en una espiral de movimientos incontrolables, pero absolutamente rítmicos. Con el metal lo único que deseaba era pegarse a él, restregarse y sonreír mientras le miraba y notaba como su deseo se volvía líquido y empapaba sus camisetas negras en sudor que luego lamía con sed.

Había canciones que le hacían feliz, música concreta para situaciones concretas. A veces no podía explicar el porqué, tan solo las disfrutaba. The Jack, Howl, Pour some sugar on me, Inmigrant song, Avalon. Todas ellas y muchas más cambiaban su estado de ánimo y eso a él le parecía maravilloso. Era contagioso. Cuando abrió la puerta apareció con una de sus camisetas. Aprovechaba que sus cajones estaban en la parte de arriba para no tener que agacharse y porque según ellas eran más cómodas y siempre olían a él. Le cubría todo el cuerpo y parte de las piernas. En los pies esta vez llevaba unas Vans old skool negras bastante gastadas y como siempre, de puntillas como si flotase suspendida solo de los dedos, se deslizaba por el suelo de madera sin dejar de mirarle. Cantaba como el culo pero se volvía terriblemente hermosa y eso lo compensaba con creces. En la mano llevaba un cepillo y mientras cantaba imitaba a Tom Cruise en Risky Business. Iba cogiendo cosas y las iba soltando o se las tiraba a la cara con bastante mala puntería. Cuando se acercaba lo suficiente podía ver las marcas que había ido dejando en su piel durante los últimos años. Ella no las ocultaba, se sentía orgullosa de ellas, de lo que significaban y de cómo las había conseguido. Cuando estuvo enfrente, colocó un pie sobre su rodilla, abrió ligeramente la pierna para que él comprobase que no llevaba bragas y eso le hizo reír.

Baby don’t cry, repetía con el cepillo a modo de micrófono y como invitación para que sus manos acariciasen el muslo. Ella, insinuante, tiró del cuello de la camiseta hacia abajo dejando ver los mordiscos que la noche anterior habían marcado sus tetas. Aún había restos de sangre entre las huellas de sus dientes. Cantaba lo mismo que él le decía cada vez que cortaba, mordía, o restallaba su piel: Nena, no llores. Y no lo hacía, aunque eso era lo que deseaba. Cuando terminó la canción él se levantó y agarró su cara con las dos manos y ella soltó todas las lágrimas que había contenido la noche anterior. Y todo aquello era lo único que necesitaba para ser feliz, para hacerla feliz.

Bailad malditas, hacedlo en conmemoración mía.

Wednesday