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Ella estaba allí, leyendo, con voz pausada, arrodillada y aparentemente entregada. Disfrutaba de todo aquel ritual que a mí siempre me pareció pura parafernalia, pero yo era un invitado. Se suponía debía estar honrado presenciando como aquella dulzura recitaba el contrato, casi de carrerilla, esperanzada por ser en breves instantes orgullosa portadora de un collar que él sujetaba con una de sus manos. Sentado frente a ella, en un sillón decorado para la ocasión, iluminado todo de manera tenue con velas que refulgían torpemente por toda la estancia. El silencio me parecía incómodo, aunque supongo que a ellos les mantenía con la viveza de una emoción que soy incapaz de entender. Sonreía, y lo hacía porque recordaba las entregas y las desdichas pero siempre en entornos diametralmente diferentes. Lo único en común, el silencio.

Me chocaba siempre como en conversaciones con otros amantes del bdsm, hacían demasiado hincapié en la diferencia abismal entre las relaciones D/s y las denominadas vainilla. Escuchaba impertérrito al principio y atónito siempre más tarde, como en ellas, la dedicación, el esfuerzo, la entrega, el control, el cuidado y añadid el calificativo más adecuado o el que os salga de las narices, era infinitamente superior y que “ellos”, los que no vivían el bdsm, jamás podrían llegar a entender. Entonces yo me acordaba de las historias de amor de Shakespeare, nada de bdsm, pero tan potentes y profundas como cualquiera de los que estos amantes de bdsm podrían esperar. Veía los contratos, firmados, las cláusulas, estatutos, enmiendas, artículos y apéndices y no se trataba más que de un matrimonio ciertamente particular. ¡Estás loco! me decían y posiblemente tuvieran razón, pero el bdsm simplemente es una forma de vivir diferente, ni mejor ni peor, ni más intensa ni menos. Nos encumbramos en aplicar esos calificativos despectivos sobre todo aquello que no sigue nuestra corriente que perdemos de vista lo realmente esencial. Una relación bdsm tiene un fundamento romántico igual que el de una que no lo es y muchas veces, escondido en esa agresividad y potencia visual, en el lenguaje claramente distorsionado, en la violencia acordada de manera tácita. Y aún así, es el romanticismo de la entrega, de lo hermoso que es llamar Señor a quién te posee y te protege, el de tener siempre arrodillada a tu sumisa, dispuesta…ese poder que las relaciones vainilla no tienen.

Luego están los que se juntan para dar hostias a diestro y siniestro, las que se someten para sentir el cuello aprisionado por unas botas que adoran porque el fetichismo de las mismas es capaz de nublar sus sentidos, los amantes de la sangre…

No hay nada más hermoso que atar y contemplar ese dibujo que siempre será un bosquejo de la imaginación. No hay nada más hermoso que marcar la piel para disfrutar únicamente de eso, de sentirlo en tus dedos, de contagiar los gemidos con las yemas y las cuerdas, de contemplar como el cuerpo se vuelve líquido porque la entrega es recíproca. Y lo es para mí porque es mío, porque sale de mí y lo entrego a quién deseo. Y aún habiendo inmovilización y violencia, es un momento romántico. Los documentos tienen sentido, como deben tener sentido común, y existen porque me temo, que de esto último, cada vez queda menos.

Lo que sucedió después, fue la prueba inequívoca de que a veces el amor desea sentirse atado fuera de uno mismo.

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