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En cuanto a los anhelos, siempre se había visto envuelta en esa precipitación que a lo largo de su vida le había provocado más desgracias que convincentes buenos momentos. Nada que cierto control no pudiese solucionar. Pero aquello de mantener a raya sus ganas y sus deseos no se le daba especialmente bien. Alguna que otra vez había estado amarrada en aquellos travesaños cruzados y las expectativas siempre fueron las mismas: la tormenta que arreciaba no se ajustaba a lo que ella creía que debía ser aquello. A veces se divirtió, eso no lo podía negar, pero a fin de cuentas no era lo que buscaba, o al menos, no era lo que ella imaginaba. Al final aquella cruz era un motivo recurrente para volver a caer sin medida en las fauces de pretenciosos y embaucadores y aunque ella lo sabía y no tenía dudas de aquello, siempre deseó que en alguna ocasión su suerte cambiara.

Hacía varios meses que había empezado a sufrir una transformación: algo le había hecho abandonar la idea de precipitarse en misiones poco enriquecedoras y esperar sin más a que la mano adecuada la crucificase. Cuando le puso la mordaza lo supo. Igual que las otras veces, aquel momento estaba repleto de un aire violento y precipitado, sin embargo, hoy era el silencio y una creciente electricidad que nunca había sentido la que se había apoderado de aquel instante. Él no hablaba y ella lo agradecía. A otros se les llenaba la boca de humillaciones vacías que eran más algo impostado que una realidad. Todas esas veces hubiera deseado aquel silencio que ahora explotaba en sus oídos, aunque ella no lo supo hasta ese momento. La respiración pausada acariciaba los oídos y mecía el pelo en la nuca. El cierre de las cinchas, el crujido metálico del acero rozando los tobillos y el pelo tirante para que levantase los tobillos del suelo y se sujetase solo con las puntas de los pies. El calor de su cuerpo pegado al suyo desnudo, sin tocarse. Luego la separación y la mirada.

Se acercó a su mejilla y comenzó a hablar en voz baja, despacio. Tanto que la sangre no podía contener el retumbar de los latidos y el cuello era una representación gráfica de la locomotora en la que se había convertido su corazón. Entendió en su momento que con poco se puede conseguir mucho, que sin roce aparente las caricias pueden ser extremadamente dolorosas y que no hace falta violentar para sentir dolor. Pero eso a él le daba lo mismo. Tan pronto como palpaba el cuerpo desde la distancia o lo miraba perfilando cada una de las curvas y restallaba en los pechos con una furia tan apabullante que el equilibrio era pura utopía. En la caída recogía su lánguido cuerpo de un brazo o apretando la muñeca. Otras veces por el pelo que enroscaba entre sus dedos, y al tirar, arrastraba todo el peso hasta el lugar más adecuado. Era entonces cuando veía la luz de las ventanas mezclándose con el suelo brillante o las cortinas mecidas por la brisa del comienzo del verano. Luego volvía a depositarla en el mismo lugar como si no hubiera pasado nada, pero ella sentía como un ejército infernal había pisoteado sus entrañas.

Le hablaba con calma, la misma que la hacía entrar en trance y decir sí antes de saber la pregunta. Eso era la rendición que durante tanto tiempo había buscado. Daba lo mismo lo que le pidiera. La respuesta siempre sería sí. En aquella cruz estaba expuesta a sus deseos y estos coincidían en todo con los de ella.

Wednesday

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