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El agua resbalaba por sus manos, adentrándose entre las grietas de la piel reseca por el tiempo y la dejadez. Las gotas colgaban de las yemas y caían a la tierra seca por el sol inclemente del verano. En su caída levantaban una minúscula polvareda que desaparecía sin dejar rastro y el pequeño charco que se empezaba a formar desaparecía con las pisadas de sus botas. A lo lejos en un hermoso balanceo se mecía sentada sobre el listón de madera que colgó hacía una eternidad. El algodón de su vestido volaba de un lado a otro separándose de sus piernas para un instante después, ceñirse como si de otra piel se tratase. Desde la lejanía, veía el brillo de sus ojos, joven y resplandeciente. A veces verde, a veces gris, las otras, era incapaz de definir el tono. El pelo recogido en un nudo descuidado y sujetado por dos ramas que él había tallado y que, con el sol de fondo, agitaba el anaranjado fuego de su vida.

Se sentó a observar a los pájaros que ya empezaban a planificar el viaje que harían al sur el próximo mes, y revoloteaban sobre el árbol a una altura considerable. Las sobras de las aves les conferían un anhelo a papel recortado y movido por el viento, sin ningún lógico destino. Entonces caían en picado hacia la maleza donde aprovechaban el despiste de los insectos para alimentarse de ellos. Ella entonces le miraba siempre cuando él tenía algo entre las manos y después, sonreía para darse impulso de nuevo en un intento fútil de parecerse a aquellas aves que rondaban sobre su cabeza. Luego, cuando ya se había cansado de intentar volar, dejaba caer los pies hasta que rozaban con la hierba y la arena que frenaba despacio su balanceo. Cuando el columpio se había parado por completo, saltó y se arrodilló y los dedos se enredaban entre las briznas medio secas del prado. De nuevo le miró pero sin sonreír esta vez, invitándole a que compartiese con ella aquella natural y ligera inmovilización.

Dejó el trapo con el que se había secado las manos y se levantó. Aquella tarde cualquier música hubiese valido, desde un concierto de violín de Antonín Dvořák, una canción de Johnny Winter, un jazz de Oscar Peterson o la voz de Eartha Kitt. Cualquiera hubiera encajado. Por el camino y ya con el sol cayendo, fue deslizando el cinturón hasta que se desprendió de las trabillas del pantalón. Según se acercaba veía como ella clavaba un poco más los dedos en la tierra y eso le hizo sonreír. Los segundos que trascurren desde que los pasos se convierten en destino fueron los justos para que terminasen con las botas entre las piernas, separándolas mientras levantaba el vestido con las manos ásperas y restregaba los dedos por encima de las bragas. El cuchillo cortó la goma con facilidad y la tela se deslizó hasta el suelo. Metió el dedo corazón hasta los nudillos sin mucho cuidado y ella arqueó la espalda. Luego, el cuero comenzó la última música que hubiese encajado marcando un compás en la piel mientras el sol se perdía por el horizonte. Allí solo, tenía todo el poder.

Wednesday

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