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Lo hacía a propósito. Ambos lo sabían. Comenzar a subir por aquella espiral de madera y metal, ralentizando el paso, haciendo sonar más de la cuenta el tacón contra el escalón, conseguir que el vuelo de la falda comenzase un vaivén interminable y lento mientras los músculos estilizados de las piernas se transformaban en robustos alambres de acero capaces de soportarlo todo. Cada paso era uno menos hasta la cumbre. Bajo la falda, la ropa interior era incapaz de ocultar el púrpura de los azotes pasados y el carmesí fino del bambú. Sobre la espalda el pelo negro arremolinado, siguiendo la curva de la retorcida barra metálica que subía hasta el cielo. Desde abajo todo parecía más fácil, pero según avanzaba el caminar, se estrechaba todo. Se veía menos, se respiraba peor, las caricias futuras se antojaban manoseos y sin embargo, avanzaban uno tras otra.

En algún momento, cuando la luz caprichosa y esquiva se hacía hueco entre las rendijas, ella se giraba para mirarle desde arriba, iluminando con aquellas lagunas verdes los motivos y porqués de aquel camino. Era una simple cuestión de supervivencia, una subida por la vida estrecha y puta, como ella, y maravillosa como no podía ser de otra manera. Las caderas cimbreaban, a propósito, enseñando otro camino para las manos, eligiendo el momento para asirlas y clavar el piolet de sus dedos en ellas. Se erigía así en una vía abierta, un camino disponible y libre para que con su antojo, ese perverso y despiadado, pudiera ralentizar la subida y violarla mientras estampaba su cara contra la madera y se deleitaba escuchando los gruñidos en sus oídos, esperando que la saliva entrase por su boca con el mismo ardor que su polla lo hacía en su culo.

La vida se complicaba, el aire se enrarecía, la edad machacaba los huesos pero el sonido de los tacones continuaba ascendiendo, deseando encontrar la cima. Arrastrándose él, clavando los dientes en los tobillos y en aquella dignidad hecha mujer, salida de un barro perfecto por mucho que desease que fuera su costilla. Intratable, indomable y salvaje, pausada y caprichosa, arañando con las uñas rojas el pecho que tanto calor le había dado, llegaron a la cima.

Volvería subir contigo infinitas veces, le dijo ella sonriendo exhausta. Un aullido de vida brotó de aquella garganta que tantas veces le había ordenado y muchas más había guardado silencio. Es mejor descubrir infinitos caminos que recorrer el mismo infinitas veces, le contestó él con la cabeza apoyada en su pecho.

 

Wednesday

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