Hay humillaciones que se sostienen desde la vileza y la violencia que desprenden y se esperan, sin cortapisas, tumultuosas como las voces que las predican. Las palabras gruesas tienen ese poder, el de hacerte cada vez más pequeño mientras incomprensiblemente, las bragas se mojan o los calzones se abultan. La rojez de la piel encendida por cada una de ellas genera tanto calor y tanta vergüenza que a veces es difícil de controlar lo que se siente. Ella se dio cuenta muy pronto.
No es que fueran una pareja atípica, pero desde luego llamaban la atención. Ella por su belleza, por su esbelta figura, su cara afilada y un aire inocente que nada tenía que ver con la realidad. Para ellos era una presa de caza mayor. Él en cambio, no tenía nada de eso. Era tan normal que extrañaba verlos juntos hasta que de verdad estaban juntos. Para él la vida era muy sencilla y gastaba el tiempo en lo necesario y la energía en aquello que recargaba su conciencia, por eso cuando se conocieron, no la hizo ni puto caso. Esa invisibilidad a ella le resultó primero incómoda y luego magnética. Mientras daba vueltas y pensaba, se dio cuenta de que aquella era otra historia y seguramente a nadie le importaba por muchas veces que otros intentaron sonsacar el espíritu de aquella relación. Ella podía tenerlo todo, le decían y sin embargo estaba con él. La sonrisa que se reflejaba en su cara era suficiente para hacer entender que ya con eso lo tenía todo. Pero seguían sin entenderlo.
En algún momento la palabra puta conseguía el objetivo, antes de él era una palabra que no tenía demasiado sentido, pero le gustaba. Le gustaba que se la dijeran, le gustaba sentirse así, cuando se la decían con desprecio o al oído entre gemido y gemido. Pero él la usaba poco. Con el paso del tiempo y sobre todo de las situaciones lo fue entendiendo. El uso de las palabras y la elección de los momentos son tan importantes como la palabra en sí y durante mucho tiempo todo aquello no casó. A él no le importaba observar cómo otros intentaban humillarla mientras no dejaban de mirarse a los ojos. A su alrededor las fieras pugnaban por intentar ser más soeces que el anterior, más agresivas que el posterior y todo giraba siempre sobre las mismas expresiones y las mismas palabras. Pero él no las necesitaba para humillar y les restaba importancia. Es cierto que de vez en cuando las aplicaba porque eran necesarias por la situación, por los antecedentes y la preparación del momento, pero descubrir de repente que un no, un ve, un deja o un no mires sin ningún descalificativo después era igual o más humillante por la situación creada y la que abría después de la palabra.
Aquel cuerpo liviano había sido arrastrado por el suelo, por la mugre, por el cieno y el barro, manchado de sangre y semen, marcado de manera efímera y permanente y, el desprecio de un gesto de desaprobación o una sonrisa burlona con la que le hacía entender que en aquel momento ese era su lugar. En privado y con displicencia le advertía que no merecía estar ahí, o no lo deseaba y ella se arrastraba suplicando. El desprecio al ignorarla le hacía tanto daño que era capaz de hacer cualquier cosa. Y eso él lo sabía. A veces lo aprovechaba y la dejaba girar sin parar en un carrusel de emociones contradictorias o en un escaparate abierto a todos donde otros se desfogaban como los perros hambrientos cuando entran en su territorio y ladran sin ningún objetivo que el de ladrar. Él miraba y sonreía y en silencio ella escuchaba “Mi puta“.
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