No lo podía negar. Corría por sus venas, a galope tendido, el deseo por desmarcarse de la muchedumbre. Lo llamaba así porque de alguna manera había que darle un nombre. Se paseaba por la casa esquivando la pila de libros que se amontonaban a lo largo de las habitaciones y los pasillos. Era difícil no tropezarse de vez en cuando con alguno. Entonces, se paraba y miraba el volumen desplazado de su pila. Lo recogía y le daba un vistazo rápido, leyendo pasajes de manera aleatoria sin dejar de darle vueltas a lo que tenía en la cabeza. Luego se sentaba, tamborileaba con los dedos sobre las rodillas, fruncía el ceño y se volvía a levantar.
Al otro lado y siempre desde una prudente distancia, ella le observaba. A veces le sentía como una mosca, incapaz de anticipar sus movimientos y produciendo el mismo ruido molesto que le enervaba y le producían unas inmensas ganas de quemar todos aquellos libros apilados. Se apoyaba en la pared y se mordía el labio sin darse cuenta de cuando el movimiento cambiaba y el ruido se transformaba en un aleteo suave como el de la mariposa. Entonces etéreo, le veía moverse a otro nivel, tramando algo. Y eso la volvía loca.
Eran tan diferentes en la práctica que la teoría estaba hecha para ellos. Él parecía que estaba en su propio mundo, ausente y solitario, alejado de toda la realidad y ella, daba la sensación de que estaba ahí para él. Aquella era la práctica, la que cualquiera podía observar, la que se vislumbraba desde la lejanía de la relación y desde la cercanía de quien se cree más listo que nadie y es capaz de juzgar y ejecutar. Luego ella le veía sonreír, cuando volvía a ella, desde aquel mundo insomne y se daba cuenta de que la práctica era una cortina de humo para los demás. Cuando él miraba se daba cuenta de que ella estaba ahí, siempre, absolutamente preparada y en silencio. Esperaba porque le gustaba tener esa necesidad.
Aquella teoría era lo suficientemente robusta para que cada día pasara rápido, para que cada ausencia fuera motivo de disfrute y el reencuentro en su realidad fuera un auténtico Armagedón. Era entonces cuando las pilas de libros desordenados caían uno tras otro en los reencuentros de su carne y en el festival de la cuerda con la piel, del papel ensangrentado y la madera por la que paseaban sin descanso se empapaba en aquel sudor y aquel flujo invisible que sólo ellos veían.
Luego él se ausentaba unos instantes, en aquel mundo perverso y regresaba con algo nuevo que hacía aquella teoría aún más perfecta que la práctica.
Wednesday