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El agua estaba fresca, la botella húmeda y el aire, esa brisa del atardecer que traía el olor a hierba cortada y a romero se mezclaba con la oscuridad de las nubes que amenazaban lluvia. Sin embargo apoyó la espalda en el respaldo y se puso cómodo. Se miró las botas, más limpias que de costumbre y se extrañó por el camino que había recorrido hasta llegar allí. No le dio importancia de todas maneras. Siempre había algo que no encajaba en aquellos descensos a los infiernos que hacía de vez en cuando. Bebió un trago corto primero, para sentir el frió en sus dientes y en su lengua, el contraste del continuo calor que siempre sentía dentro de él. El segundo fue largo, inundando el gaznate y vaciando casi en su totalidad la botella. Cuando terminó la dejó a un lado sin tapar, deseando que el puto genio de la botella se metiese dentro de ella de una maldita vez.

La soledad no es el silencio se decía, ni siquiera estar allí en compañía de la naturaleza incomprendida. La soledad es la propia vida. El tiempo pasa, inexorable, ¡menuda estupidez! gruñó. Allí no estaba solo, estaba la botella y su maldito genio, estaban los recuerdos, los que le torturaban y le hacían sentir vivos. Estaba ella, aprisionada por las cuerdas que con tanto cuidado anudaba en su piel. Estaban los mordiscos que pretendían arrancarle algo de vida para poder engullirla y poder así rejuvenecer, acercar las edades contrapuestas mientras ella, deseosa se entregaba poseída. Estaban los balanceos de aquel cuerpo juvenil que peleaba con la edad por saber quien se parecía más a la imagen que él tenía de la perfección. Estaba la saliva, la savia de la vida de ambos goteando por la barbilla formando el filo hilo de seda por el que la araña se desliza para encontrar un punto de apoyo y crear una red impenetrable excepto para sus pies. Estaban sus manos apretando el cuello y notando como las yemas hablaban con los latidos de su corazón atravesando desde las venas la piel. Estaban la sangre, el flujo, los gritos, los gemidos, las lágrimas, los perdones y los castigos, los imploros, los orgasmos y el yacer, en el suelo, en el lecho, bajo el agua de la ducha, en los asientos acalorados del coche, en las paredes sucias de los baños de aquellos bares.

Ojos ajenos envidiando las miradas y las marcas, escudriñando las cicatrices que ellos solos conocían en su origen y en su destino. Levantando los escudos de la incomprensión y derrotando una tras otra las palabras envenenadas que les rodeaban a cada paso.

Aún estando solo, eso no era la soledad. Sentado en aquel banco miró la botella y se dio cuenta de que no necesitaba que el genio volviese a meterse en ella. Toda la vida había caminado por sendas verdes, las que él había sembrado. Era lo más parecido a sentirse como un dios. Vació la botella de un último trago y la cerró.

La vida pasa, hagas lo que hagas.

 

Wednesday

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