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Aun siendo perversamente seguidor de escenas como la que Stanley Kubrik rodó para Eyes Wide Shut y que ya en alguna que otra entrada he reflejado como un acto de sexualidad extrema, oculta entre máscaras y parafernalia veneciana, lo cierto es que sin duda, por lo que más aprecio y apego tengo es por un buen par de botas. Durante mucho tiempo fui ajeno al poder brutal y fetiche que tienen y del que se pueden obtener impresionantes beneficios. Siempre las he usado, y suelen ser del mismo estilo y mismo corte. Podría decir ahora que de la misma marca, pero he usado muchas y todas ellas han sido desgastadas. Muchas de ellas han sido adoradas y lamidas y algunas con bastante suerte, empapadas en flujos de todo tipo, líquidos como ríos y espesos como la lava ardiente. El influjo poderoso que tienen, el deseo que provocan para arrodillarse, acariciarlas y cuidarlas es el trasfondo físico, material, de lo sustancial que es la adoración por un objeto.

Si bien los hombres en general, sentimos una atracción mayoritaria por los zapatos de tacón y ésta es mucho mas extendida que la de las botas, simplemente por lo icónico que representa, en ambos casos hay unas similitudes muy muy recurrentes. El poder.

Los tacones para las mujeres son la plataforma que las elevan a entornos que sin ellos difícilmente pueden tener. Nada tiene que ver lo que digo con sus capacidades, al contrario. Simplemente me quedo en lo representativo de estos complementos que estilizan el cuerpo femenino y les da un poder abrumador ante la mayoría de los hombres. En el caso de las botas y a diferencia de los zapatos de cordones, por muy caros que estos sean, no importa su pulcritud ni estilo, ni tan siquiera si combinan bien con la ropa, su poder reside en la fortaleza del propio calzado. Los zapatos al final, se sitúan en ese escalón de la elegancia y la piel impoluta. A mí, eso no me va. Si tengo que llevar traje, desde luego llevo buenos zapatos, pero es que eso es en muy contadas ocasiones.

En cambio las botas, que pueden ir desde la robustez de las militares y sus cordones poderosos, las de cowboy adornadas con filigranas o piel de serpiente y caimán y que respiran el polvo del desierto o el alquitrán más incrustado del asfalto. Todas las botas tienen ese punto de pisada que deja sin aliento muchas veces a las sumisas y a las que no lo son. Por contra yo no cuido casi nada las mías. Solo el tiempo, el agua y el polvo curten su piel y todo eso les da el encanto que tienen y por lo que suspiran al arrodillarse no ante mí sino ante ellas. Las botas son la puerta de entrada a una entrega porque no solo besan por donde piso sino que besan las herramientas con las que forjo mi camino. Para mí es como el beso de despedida al salir por la puerta, el desearme suerte cuando tengo que hacer algo que tiene cierto peligro. Arrodillarse ante mí es arrodillarse ante ellas.

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