Ahora que estaba atada y amordazada, con la nuca desnuda como el resto de su cuerpo, de vez en cuando notaba el frío punzante de sus pezones perforados por las agujas, de la tensión que soportaron cuando el frío se apoderó de su cuerpo y los hilos hicieron vibrar todo su ser. De aquello había pasado tiempo, pero le gustaba recordarlo porque lo disfrutó. Él también. Con el culo descansando sobre los talones y las rodillas clavadas en la madera, mordía la mordaza y el ruido de la goma se mezclaba con el crujir del cuero llenándose de saliva. Miraba al suelo, justo delante de sus piernas y aunque deseaba mirar un poco más allá, sabía que la sorpresa era mucho más divertida, excitante o dolorosa si aguantaba con estoicismo en aquella postura. La habitación tenía ese tono rojizo que las cortinas proporcionaban las noches oscuras y en esos momentos sentía que se encontraba en la antesala del infierno. Cuando él llegó, la piel de sus pies se tintaba del rojo escarlata que la luz proyectaba. Se arrodilló frente a ella y dejó seis sobres en el suelo: 009 – 011- 016 – 026 – 036 – 046. 009 – 011- 016 – 026 – 036 – 046. 009 – 011- 016 – 026 – 036 – 046. Los sobres ordenados de menor a mayor los leía al revés. Luego sintió su mirada, hoy cálida y un poco absorta en alguno de sus pensamientos. Le apartó el pelo recién cortado de las orejas y acarició los lóbulos palpando los pendientes con ambas manos. La caricia prosiguió su camino hasta el septo que se cimbreó ante el toque ligero. Extendió la mano y tapó con ella la mordaza hasta llegar al pendiente que decoraba el labio inferior. Al final, los dedos escalaron por sus pechos, hasta los pezones perforados y comprobó la fortaleza de los mismos dando un tirón a cada uno de los aros metálicos.
Sacó del sobre cuadrado una cuerda metálica, la más fina y la desenrolló con cuidado. Acercó una mano a la boca y extrajo el aro del labio e insertó la bola de la cuerda que en realidad era otro aro mucho más pequeño. Ahora la cuerda colgaba del pendiente y lo volvió insertar en el agujero del labio inferior. Repitió el proceso con los pendientes de las orejas, el septo y los aros de los pezones. Las cuerdas caían lacias, las más finas seguían el contorno de las curvas de su cuerpo, las más gruesas chocaban contra el suelo formando un arco cimbreante. De una bolsa sacó lo que le pareció un trozo de madera. Cuando lo vió mejor se dio cuenta de que era una pala de una guitarra cuyo extremo había sido moldeado para tener una forma redondeada. En la otra punta, el clavijero reflejaba los destellos rojos de las luces de la habitación. Una a una fue enhebrando las cuerdas en las clavijas y tensándolas con lentitud exasperante. Cuando terminó sujetó con las dos manos el clavijero y le ordenó que echara hacia atrás el cuerpo sin levantar las rodillas. Al dejarse caer las cuerdas tomaron tensión y él apoyó la madera sobre el abdomen y la fue deslizando hasta su coño. Luego la introdujo hasta que se quedó fija. No dejes que se salga, le susurró. Contrajo los músculos y esperó.
La espalda se apoyaba a medio en sus brazos anudados y las nalgas en los talones. Notaba la tensión de las cuerdas tirar suavemente de los aros que perforaban su piel y mientras él observaba lo que había diseñado. Las cuerdas de níquel se agrupaban dos a dos. Alineadas las de las orejas y los pezones y sobrepuestas las del septo y el labio. Hizo vibrar una a una y al siseo le acompañó un gemido. Encendió el vibrador y lo colocó sobre el clítoris transmitiendo el temblor al cuerpo y de este a las cuerdas que comenzaron a agitarse a medida que las vibraciones aumentaban. Se produjo un sonido apagado que se confundía con los gemidos que se escapaban a través de la mordaza. Mientras, el esfuerzo que le provocaba intentar que la madera no se escurriese de su coño y mantener así la tensión de las cuerdas le hizo perder el control y las piernas comenzaron a sentir los espasmos del orgasmo que llegaban en oleadas. Se quedaba sin aire, la saliva empapaba la barbilla y él se puso de pie, pasó la mano por debajo de las cuerdas y cerró el puño. Tiró de ellas y levantó su cuerpo cuando los temblores de iban apagando y dejó que descansase sobre su pecho.
Hermosa primera canción. Quedan doce, le dijo al oído.
Wednesday