Aquellas risas siempre dejaban buen sabor de boca y los pulmones agotados. Sentados el uno frente al otro se habían especializado en llevar los juegos infantiles a niveles completamente absurdos. Él con las piernas cruzadas y ella arrodillada, se procuraban golpes en las manos, calentando los anversos entre gritos y carcajadas. Ella con miedo, apartaba las manos antes de tiempo y él a cambio, le atizaba una bofetada tan salvaje como le hubiera dado en la mano. Tramposo, le gritaba sin dejar de reír. Volvían al ataque y de vez en cuando él perdía. A veces ella pensaba que lo hacía a propósito, pero la realidad era que cuando estaba concentraba, era tan buena o más que él. Así pasaban buena parte de la tarde, o persiguiéndose por los pasillos de la casa, tirándose el uno encima de la otra o cerrando la puerta mientras él intentaba infructuosamente meter los brazos entre el marco y la hoja. La puerta se clavaba con fuerza porque ella no dejaba respiro a las reglas del juego. Si le dolía, ganaba.
Algunas noches uno de ellos se levantaba sin hacer ruido, saliendo de puntillas para tomar carrerilla y saltar sobre la cama cayendo encima del cuerpo dormido al grito de “te pillé”. Luego, en la revolución posterior, las manos hacían de las suyas y en aquellas circunstancias ella siempre perdía. O ganaba. Aquella casa era un molde en el que ellos se convertían en la masa del bizcocho que crecía al calor de sus experiencias. Se enfadaban cuando se cortaban el agua caliente y el grito resonaba a través de las paredes para que, en el otro lado poder continuar con las carcajadas. Su vida era una yincana de pruebas constantes que mantenían sus mentes activas y sus cuerpos a prueba. Con la mirada sabían cuando había que hacer una pausa. Los malos días eran el tiempo muerto para no desatar aquella furia descontrolada. Hoy era uno de aquellos.
La noche transcurrió en silencio mientras él continuaba abstraído en sus pensamientos, sentado como muchas otras veces con las piernas cruzadas. Ella llegó descalza, de puntillas, deslizándose por el suelo de madera sin levantar un solo ruido. Llevaba unos calentadores exageradamente grandes y de un color rosa flúor que hacían daño a la vista. Llevaba la sonrisa de siempre. Se arrodilló al tiempo que hacía ruiditos con una cuchara al dar vueltas dentro un cuenco de cristal lleno de mermelada. Se llevó la cuchara a la boca, pero dejó caer a propósito el dulce sobre la camiseta, entre sus pechos. No dijo nada, un ligero gemido fue suficiente para sacarle de aquellos pensamientos. La segunda si llegó a la boca, pero solo para embadurnarla y que las gotas restantes cayeran de nuevo sobre la camiseta. Los gemidos inocentes se incrementaron y la sonrisa se le escapó sin que opusiera demasiada resistencia. Él miraba complaciente el espectáculo dejándose llevar. Ella entonces metió los dedos y los llevo a su boca y de allí a la de él empapando la barba. Lo hizo a propósito, lo hizo buscando la furia, pero se encontró la risa.
Pero igual que vino se fue. La mano agarró el cuello, el cuenco cayó llenando de mermelada el suelo y los calentadores exageradamente grandes. Luego se abalanzó sobre ella y lamió la camiseta y la boca, los dientes se clavaron en los labios y la sangre se mezcló con el azúcar, los gemidos con los gruñidos hasta que se levantó, pasó los dedos por el pelo y la arrastró hasta la cama. Antes de volver a reír, tendría que llorar, le dijo entre carcajadas.
Wednesday