Alimentaba su ego con pequeños trozos de la memoria de otros y eso nunca le supuso un problema. Como todos, escondía las miserias como podía, unas veces mejor que otras, pero en su conjunto, no lo hacía mal. Con el paso de los años entendió que la corrección y la educación abría puertas, pero eran tan insignificantes que la mayoría de las otras veces olvidaba la corrección y matizaba la educación. Sabía que todos apreciaban aquello, lo de mantener la compostura y sostener cualquier encuentro en algo cercano a la sofisticación. También se dio cuenta de que el triunfo se producía cuando arrasaba con todo y mostraba las fauces salvajes y hambrientas antes del primer roce. Así que tuvo que mantener un equilibrio y lo hizo de una manera muy sencilla y clara. Cuando se enfrentaba a quién de una manera o de otra le mostraba cierto temor a dar un primer paso, cuando la inteligencia y el respeto se mostraban incluso sin que se dieran cuenta, entonces dejaba al animal tras las rejas y sonreía para demostrar que aún siendo una fiera anteponía la situación para que resultase cómoda y distendida. Ya habría tiempo, si se daba la oportunidad y las circunstancias para sacar a relucir los colmillos y el ansia por desgarrar la piel y la carne.
Por el contrario, cuando se enfrentaba al desinterés, a la prepotencia, a la chulería y a la pedantería rebuscada de literatura de tres al cuarto, entonces se olvida de aquella compostura y le daba absolutamente igual. Le molestaba tener que bajar los humos, le molestaba que no entendieran que eran iguales aun con roles diferentes, que uno estaba arriba y el otro abajo por deseo propio y por necesidad emocional. Y que eso de ir de diva, perdonavidas y gilipollas lo único que merecía es un escarmiento. Y era entonces cuando se ensañaba en demostrar que cuando uno está arriba no tiene que lidiar con las gilipolleces ni pretensiones de quién está abajo, pero se cree con el poder de mirarte a los ojos como a un igual. Las lecciones se dan para no olvidarlas y parecía que a todo el mundo o se le olvidaban o vivían en un estado permanente de juego de monigotes en los que te escupían a la cara el protocolo que ellas y ellos mismos te habían presentado con es cara tan dura. Siempre hay reglas, en la vida, en las relaciones, en los juegos, en el sexo. Reglas que si se aceptan se deben seguir y cumplir. Hay gente que las necesita por escrito, detalladas hasta lo absurdo y en otros casos es la palabra suficiente para sellar un pacto irrompible.
Pero luego están los acólitos de las verdades absolutas, los rebeldes del sistema, los poseedores de la verdad absoluta e irrefutable que son capaces de taladrarte la cabeza con gilipolleces cósmicas sobre el D/s y todas las siglas y acrónimos relacionados con algo demasiado complejo para la simpleza humana. Al final es el ego el que nos abre y cierra las puertas y sobre todo, nos hace hacer y decir mamarrachadas sin ningún pudor ni rubor. Y casi nunca hay nadie que ponga la cara colorada y cuando eso sucede la realidad es que les importa tres cojones.
Así que la mayor parte de las veces tuvo que sacar los dientes, pero el sabor de la piel rota ya no era lo mismo y terminó prefiriendo quedarse con las ganas de saborear la de aquellas que sabían cuál era su sitio con tal de no encontrarse después con una edificación de tonterías rebuscadas de conversaciones sociales. Lo poco y bueno se agradece, sobre todo lo agradece el ego hastiado de sabores repugnantes
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