La tristeza no tiene motivación. Está ahí, agazapada, esperando su oportunidad, tus flaquezas y debilidades. No tiene motivación, pero como una mecha prendida, inexorable en su movimiento, termina por llegar a su objetivo final y explotar. Ella era feliz, siempre lo fue tuviera lo que tuviese. En un momento de su vida tuvo la fortuna que bien se había ganado de encontrar a la persona que le acompañó por sus deleites y sus miserias y de la que aprendió a ser lo que siempre había querido ser. De la mano triunfó en la vida y en lo sentimental y no debía quejarse como le decían una y otra vez los que la conocían. Pero, aunque la felicidad impregnaba cada poro de su piel, cada instante de su vida, cada rincón de sus memorias, se topó sin previo aviso de una sensación irrefrenable que le abocó a un descenso sin frenos y a tumba abierta hasta lo más miserable de su esencia. Seguía siendo feliz, cotejaba lo que tenía con todo lo demás y siempre salía vencedora de aquella batalla, sin embargo, el manto invisible que empezaba a rodearla no sólo traía tristeza. También iba acompañada de rabia que conseguía retener en sus entrañas. Esa rabia la proyectaba contra él, el que apaciguaba sus demonios y siempre lo había hecho. Impasible, escuchaba lo que ella decía, notando como poco a poco escupía un veneno que lejos de calmarla la envenenaba aún más.
Los meses pasaban y buscaba en sus manos la dureza y el terror, pero al poco chocaban con esa furia inagotable que necesitaba extraer de alguna manera. Él, todavía, seguía observando y dándole lo que aparentemente ella necesitaba, pero se dio cuenta de que ni la violencia ni el dolor ya le satisfacían. Al menos no como antes. Así que intentó observar cómo y por qué había cambiado aquella situación, cómo su necesidad se había transformado en otra cosa y porque era ahora cuando aquella rabia enfurecida se la escupía a la cara. Aun así, no le contaba todo porque una de las muchas razones de su enfado era la imposibilidad de contarle lo que sentía o por qué lo sentía.
Aquello iba por rachas, unas veces más acusadas que otras, con periodos de calma absoluta donde ella volvía a ser lo que siempre había sido aunque en el fondo, el sabía que lo que le sucedía era parte de sus necesidades como mujer. Era esa proyección la que a ella le asustaba porque le daba una imagen de él que no se adecuaba a su realidad, pero él, en cambio, siempre pensando en algo diferente entendió que las cosas podían cambiar y que ese cambio no tendría que ser negativo.
Aquella tarde primaveral mientras ella disfrutaba tumbada de los rayos del sol, se acercó por detrás y se colocó acuclillado junto a su cabeza: “Los cambios son buenos cuando se presentan adecuadamente y se accede en consenso a ellos. Has pensado muchas cosas que no me has dicho por miedo a mi reacción. No me molesta que lo hayas hecho, pero sí que me hayas tratado con condescendencia sobre tomar una decisión. Me molesta que no hayas tenido en cuenta que podíamos haberlo discutido y me jode más que haya sido yo quién haya tenido que tomar la decisión. Tu miedo no es más que ese estúpido convencionalismo sobre la masculinidad y mi posición en nuestra relación. Yo sé lo que soy y sé lo que soy para ti, se haga lo que se haga”.
Se levantó y sobre su cara le enseñó un arnés. Ella se quitó las gafas de sol y se quedó sin palabras. “Si quieres descargar tu frustración sobre mí, hazlo bien”.
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