Cuando el fetichismo llama a tu puerta, abre, no sea que te pierdas cosas muy interesantes. Tampoco es que vaya a hablar de filias o de fobias que no está el horno para bollos y la verdad es que me apetece bastante poco. Pero desde que escribí sobre el bondage, me ha dado por recuperar viejas pasiones. Encantamientos y ensoñaciones cuando observo equilibrismos sobre finos tacones resonando en el suelo y que me transmiten tan buenas vibraciones.
Es tan difícil encontrar eso. Tan difícil sentir unas piernas moverse con esa cautela propia de los 14 centímetros que elevan el estado de una mujer a la perfección, a notar que el mundo se ha ralentizado en cada uno de sus pasos y que los sonidos del mundo, urbano en este caso, se vuelven opacos mientras los tacones se clavan en el asfalto, ahora traslúcido. Se pierde el sentido y la compostura. Otras tantas veces vemos a mujeres convertidas en ocas, ánsares incluso en cisnes, intentando dejar su impronta en el asfalto, pero los tacones dejan en evidencia algo mucho más reservado. Es un don y una práctica que con mucho lujo de detalles soy capaz de observar y casi nadie puede ser capaz de transmitirme. Por eso no miro a los ojos, ni a las manos, ni al pecho o el trasero. Quiero ver como caminas hacia mi.
Algunas lo han hecho tan bien, que me ha subido el astigmatismo, otras lo han hecho tan mal que hubiese preferido quedarme ciego. Otras han tenido tanta gracia que me hicieron olvidar el porqué venían caminando. Las primeras son ejemplares, las segundas desechables, las terceras apetecibles. Las caderas se mueven bien si sabes caminar, sino, es como un pinball pero sin luces. Cuando se hace bien, nada en el mundo es más importante, nada en el mundo se puede comparar, nada en el mundo podrá evitar desearte.
Entonces, es cuando a mi mente vienen las cuerdas, viejas amigas que pueden hacer que jamás te caigas, por muy alto que te lleven los tacones.