Por nuestras venas corre la venganza. A veces con un espesor insoportable, notando como los latidos se intentan abrir paso entre esa viscosidad que nos inflama y nos hace perder el juicio y la cordura. La venganza es humana y los humanos nos vengamos. En ocasiones no podemos evitar la algarabía de apresurar la caída de quien nos ha hecho daños, aceleramos nuestros impulsos y cometemos errores grotescos, pero nos da lo mismo. Queremos ver morder el polvo a quién nos ha jodido la vida. Ser humano es esto, el yo por encima del tú. Otras veces, cuando la sangre se nos infecta y se convierte en un líquido negruzco que nos hace palidecer la piel y nos hunde los ojos hasta que quedan desfigurados en un pozo sin fondo, cuando la venganza ya perdió el sentido y lo único que queda es el sabor amargo de nuestra vida de mierda perdida en una búsqueda que hace mucho tiempo quedó sin sentido. En cualquier caso, por nuestras venas corre la venganza.

El paseo había sido maravilloso, entre árboles y hojarasca con la tierra aun seca pero esperando las lluvias con desesperación. El olor de la vegetación frondosa había dejado paso al de la brisa del otoño y sus colores ocres bailando con la luz del sol del atardecer. Aquel camino lo habían recorrido cientos de veces en ambos sentidos, en ocasiones se habían desviado de las sendas para descubrir parajes sorprendentes, guiños que la naturaleza había dedicado a la fauna, pero no al hombre. Desde hacía siglos los caminos de la naturaleza y el hombre se habían separado y así continuaba. Pero ellos no se sentían extraños en aquellos bosques repletos de vida. De la mano eran muchos más reconfortantes las idas y venidas.

Cuando llegaron a las vías del tren se dieron cuenta de cuánto había pasado desde la última vez que un convoy había pasado por ellas. Las traviesas completamente carcomidas por la humedad y los insectos y el hierro con una lustrosa pátina de óxido color verde esmeralda en algunos tramos. Al fondo, el robusto puente de hierro asomaba como las fauces de un lobo entre la arboleda. Ella sabía que lo atravesarían y tensó un poco la mano. Cuando él se giró no vio la sonrisa habitual en su rostro, sino la fría oscuridad de una mirada que se perdía en el fondo de sus cuencas. Ella se estremeció cuando entendió lo que sucedía. Un rato después, los remaches que apuntalaban y fortalecían el puente se clavaban en su espalda y sus talones. No imaginaba el tiempo que llevaba aquel puente soportando los envites de la naturaleza, pero era seguro que en los cientos de años que habían pasado desde que ese remache clavado en su espalda fue colocado, nadie podía imaginar cuál sería su verdadero destino. Aquella vez las cuerdas fueron sustituidas por bridas gruesas que dejaron la piel expuesta al polvo de óxido y que mancharon su piel blanca de un tono rojizo. Él sacó su cuchillo y fue cortando con delicadeza cada pieza de la ropa que llevaba. No hablaba ni falta que hacía. Cuando estuvo completamente desnuda y notó la humedad que ascendía del río que pasaba por debajo del puente, se dio cuenta de cómo el calor de su cuerpo se había convertido en un frío calculador que esperaba en cualquier momento el filo de la hoja y como su flujo se deslizaba por el interior de sus muslos. Siempre se sorprendía de la capacidad y el poder que tenía de llevarla a un grado de excitación extremo sin apenas tocar su cuerpo, sin apenas decir una palabra. Eran aquellos gestos, aquellas herramientas, aquel control y poder que tenía sobre ella lo que hacía que, aunque hiciera el mayor de los fríos, por dentro hirviese su sangre.

Y aquello no era algo habitual, no era un ritual cada cierto tiempo. Aquello era instintivo per calculado y sabía que en su cabeza algo había sucedido para encontrarse en aquella situación. Se acercó a su cara, le apartó el pelo y le susurró al oído que la sangre debía regar aquella tierra para fortalecer el puente de unión de dos insignificantes trozos de tierra pero que para ellos eran su refugio. Antes de que terminase el corte en la base de uno de sus pechos, hecho con precisión, dejaba caer las primeras gotas carmesí. Luego él se apartó y contemplo su belleza pálida su cuerpo perfecto lleno de imperfecciones y se sentó sobre una de las traviesas disfrutando de como la sangre dibujaba regueros por su abdomen y desembocaban en el pubis. Cuando tuvo suficiente, sacó de su bolsillo trasero unos guantes de piel, se los colocó con excesiva pausa y se acercó a ella, agarrando con una de las manos su cuello y con la otra perforando su coño sin ningún miramiento. Media hora después había perdido suficiente sangre para sentir que perdía la conciencia o quizá eran los innumerables orgasmos que le había provocado la asfixia y aquellos dedos implacables dentro de sus entrañas.
Cuando terminaron y antes de cortar las bridas, limpió su cuerpo con cuidado y lo dejó caer en sus brazos. Lo cubrió con sus brazos y le dijo: “Esos remaches sostienen el puente. Yo sólo necesito uno para sostener mi vida”.

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