La belleza tiene ciertos inconvenientes y apenas dejas de lado los matices que hacen que algo bello lo sea, aprecias con mayor rotundidad lo que hacía que fuera así. Ella era un recipiente hermoso, cálido por dentro, satinada y sedosa por fuera. El pelo negro ondulado se atrevía con cierto desparpajo a ocultar la brillantez de sus ojos, pero tras las cortinas sombreadas el fulgor de la mirada era capaz de atravesar la misma oscuridad. Aquellos ojos eran profundos y radiantes, tenían dos vidas, la que se observaba a simple vista, ante la luz del alba, y la que se ocultaba mediante un velo de tristeza inacabada.
En sus manos la belleza se potenciaba, subía a cotas inimaginables, por eso, cuando la vida y el mundo se rompió en mil pedazos y sus manos se llenaron de los pedazos de lo que siempre fue perfecto, tuvo una revelación. En mitad del llanto y la tristeza observó que aquellos pedazos seguían siendo hermosos. Observó que unirlos de nuevo como en el kintsugi lo único que obtendría es la belleza de las cicatrices doradas, pero no la belleza innata de lo que había sido perfecto. Adoraba las cicatrices, sobre todo las suyas, pero no lograba entender la belleza de ver la perfección ajada y reconstruida. Ella quería disfrutar de las marcas, de esas cicatrices que la vida y él habían modelado su piel. Las permanentes e indelebles y las pasajeras como el rocío de la mañana.
Entendió que lo roto ya no se puede reconstruir y no se debe reconstruir. Debe permanecer roto para poder recordar el poder que supone terminar con algo perfecto y que jamás se pueda recuperar. Esos pedazos pueden cortar y dejar heridas tan profundas que sea imposible curar. Normalmente es así.
Pero también se puede observar y entender, asumir que eso ya no es lo que una vez fue ni se puede pretender que vuelva a ser. Quizá entonces lo mejor es tener un simple recuerdo del antes y del después y luego, tirarlo todo a la basura porque en definitiva ha dejado de ser útil.

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