Es algo muy personal. La idealización depende mucho de cada persona y en nuestra época lo ideal ni de lejos es lo mejor. Hemos cambiado tanto desde aquellas primeras veces en las que primaba lo espontáneo, el juego libre para conocer el cuerpo, la piel, el dolor. Para averiguar el límite de lo que somos capaces de soportar o provocar. El dolor, cuando se recibe o cuando se ejerce, tiene un componente único e indivisible. El miedo a no llegar o a cruzar un límite de difícil retorno. Atravesarlo sin conocer puede ser devastador y no llegar es perderse en un desierto emocional en el que sin duda mueres de sed. Luego la interpretación de los silencios, de las palabras o de los gestos. Esa connotación debería desaparecer porque, sin lugar a dudas, creemos que nos conocemos pero no es así. Aquellas lágrimas que no entendiste o que surgieron en un momento inadecuado, cierta violencia complaciente cuando era una caricia la que hubiese sido más apropiada y viceversa. Y todo por un miedo tan personal e íntimo que no somos capaces de normalizarlo en un diálogo correcto y sincero.

Se miraba las manos empapadas y negaba con la cabeza. Seguramente maldecía hacia sus adentros, pero las lágrimas se iban deslizando por entre los dedos. Si acaso por última vez. Atrás quedaron aquellos momentos en los que, con el roce de sus dedos y una ligera presión en el cuello, en lugar de lágrimas rodando por las manos, eran las botas las que recogían el bienestar. Luego, con un simple gesto, la lengua terminaba lo que su coño había empezado. O aquel corte de respiración que le provocaba al retorcer los pezones con una violencia inusitada para luego acariciarlos con las mismas palmas que en el futuro recogerían sus lágrimas. Los pulgares entonces llegaban al corazón, presionándolos hasta incrustarlos entre las costillas. Allí los latidos se aceleraban y sus botas volvían a mojarse.

Quizá las cuerdas fueron demasiado suaves. Quizá los nudos, demasiado imperfectos. Sin duda las emociones eran un manantial cristalino y fuertes como el acero, pero incluso éste se fractura. Los quehaceres diarios no evitan el fugaz recuerdo de un instante o de un olor. Del recuerdo del sabor deslizándose por la garganta, de las comparaciones odiosas y de la balanza emocional sobre la que ponemos la realidad en uno de los platos y en el otro un pesado ¿y sí? Se inclina siempre hacia el mismo lado y entonces únicamente pensamos en lo único importante. En los dedos hurgando de nuevo y entrando hasta la muñeca, los dientes desgarrando la piel y la carne, la lengua escupiendo en la cara mientras las caderas se encajan de nuevo y los golpes vuelven a componer una base rítmica que hacen olvidar aquellas lágrimas y los silencios incomprendidos. Ella quería volver a ser el santuario en el que él reposaba después de haberla destruido una última vez.

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