Imitaba animales. A él le encantaba. Los ronroneos en el cuello cuando necesitaba una caricia o una hostia, Frotarse en la pared para llamar su atención, morder su cuello mientras arañaba la espalda desnuda. Ella sólo quería vivir, tener respuestas a todos los interrogantes, una voz que le reconfortara y animara cuando se equivocaba, pero lo suficientemente firme para hacerle ver que el camino que había elegido aquella vez era el equivocado. Pedía mucho, aunque durante toda su vida había escuchado aquello de que todos nos merecemos ser felices y lo mejor. Era mentira, por supuesto.
Las veces en las que las palabras eran insuficientes o equivocadas, las veces en las que los gestos no disimulaban la amargura o se mal interpretaban, las veces que desde el fondo del abismo esperaba el consuelo de su voz eran demasiadas y casi siempre, se culpaba de ello. La soledad de la incapacidad de seguir adelante, de estar perdida en un desierto de indecisiones o de decisiones mal tomadas. Por eso se acurrucaba bajo sus brazos sin pensar que él sentía exactamente lo mismo, pero de otra manera.
Mudaba la piel pensando que resurgía un nuevo yo, más fuerte y poderosa, más brillante. Y todo eso lo notaba cuando sentía los pies volar. Suspendidos, cuando parecía que era el aire el que sustentaba su cuerpo y sus emociones, notando como la coraza se desplomaba contra el suelo. Era entonces cuando sólo sentía las fibras y los nudos, los crujidos de la tensión y la respiración. Se hacía un vacío a su alrededor y el cuerpo comenzaba a moverse, zigzagueando. Le miraba entonces como siempre, con deseo y amor, con la pasión que siempre contuvo pero que con él era imposible retener. Rompía siempre los diques con sus manos desnudas, con el acero frío y con la sonrisa ardiente. Tenía comentarios para todo, el cariño y lo hiriente, la incandescencia de una sentencia que le hacía bajar la mirada y no levantarla en horas, el chasquido de los dedos que doblaban las rodillas hasta que se hincaban en el suelo y eran atraídas por el mismo núcleo de la Tierra para inmovilizarla tan solo con el aire y un gesto.
También adoraba hacerle rabiar, remover el café en la dirección opuesta a la de las manecillas del reloj, dejar abiertos los cajones o aparecer con las bragas en la boca intentando que las carcajadas no estropeasen el momento. Corría después para escabullirse de sus manos, pero nunca lo conseguía. Lo cierto es que él no tenía tan claro si no era lo suficientemente rápida o se dejaba atrapar a sabiendas para terminar con el cuerpo arrastrado escaleras arriba. Aquellos cardenales, los que provocaban los escalones no solo se marcaban en la piel y en la carne, retumbaban en los huesos y durante días acompañaban sus paseos con un quejido que le sacaban infinitas sonrisas.
Quizá todo aquello era el amor que durante tanto tiempo denostó. Quizá.

 

Wednesday