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Se arreglaba las uñas con desdén a sabiendas de que aquella noche iban a clavarse en la misma piel de siempre. Sin embargo lo hacía con meticulosidad y había cierta liturgia en aquel proceso, un orden ligero que le permitía evadirse con cierta facilidad. Cuando terminaba y frente al espejo, se acariciaba el cuello terso y pálido notando las fibras y las venas. Echaba el cuello hacia atrás esperando alguna recompensa que siempre era insuficiente cuando lo hacía sola. Terminó de vestirse, dejó las bragas en el suelo y se arrodilló sobre la cama apoyando la cabeza sobre la almohada mientras perdía la mirada en las filigranas que el hilo de las cortinas dibujaba al son de la brisa.

La puerta se abrió con sigilo y los pasos se hicieron más sonoros al acercase. Las botas hacían un ruido inconfundible, apretó los muslos y el calor inundó el cuerpo. La tentación de mirar era fuerte, pero se concentró en el olor de las sábanas y cerró unos instantes los ojos. Escuchaba la respiración pausada, el siseo del cuero del cinturón deslizándose por la tela vaquera y el tintineo de la hebilla al golpear contra el suelo. Las manos calientes levantaron la falda que a duras penas cubría el culo. Entonces la voz lo cubrió todo. Aquellos susurros eran embriagadores, directos y firmes. Mandatos que sólo tenían un fin. Apretó los dientes cuando la mano golpeó las nalgas casi al mismo tiempo que una única embestida le cortó la respiración. Era su objeto, un recipiente que él utilizaba para desahogar las tormentas y que de vez en cuando, usaba a su antojo sin previo aviso. Cuando eso sucedía, le reconfortaba ver la cara de satisfacción al terminar victorioso de aquellas batallas contra los demonios que le acercaban al sadismo más puro, llegando al límite de su dolor. Tu dolor es mi placer, le dijo alguna vez, y bien sabía el dolor inmenso que le podía proporcionar.

Mientras las caderas golpeaban en un ritmo sincronizado tiraba de su pelo para arquear la espalda acercando su cara a la boca. Las palabras salían a la misma velocidad que la saliva que se escurría por las mejillas hasta la comisura de los labios. Ella lamía con la punta de la lengua e intentaba sonreír con lascivia, pero el dolor transformaba la sonrisa en mueca y en sangre al morderse los labios para no gritar. Luego empujaba la cabeza contra la almohada y presionaba el cuello con el pie cortando por momentos la respiración. La congestión se acentuaba y las venas de las sienes se hinchaban al mismo tiempo que los ojos se llenaban de lágrimas. Cada embestida llevaba acompañado un pisotón aún más fuerte y el pie se encajaba a la perfección bajo la mandíbula.

Antes de terminar, él le apretaba el cuello con las manos y ella, miraba el esmalte rojo de sus dedos clavarse en el abdomen, en el mismo lugar de siempre. Él observaba cómo la vida pasaba de sus ojos a sus manos mientras la cabeza se descolgaba de la cama en un intento de recuperar algo de aire. Luego volvía a entrar en ella sin dejar de apretar el cuello y cuando los labios y la lengua se secaban, dejaba caer un hilo de saliva que se convertía en la unión más fuerte que nunca habían tenido.

Oyó la puerta tras de sí, rota, destruida, abandonada. Se acarició el cuello sola y se sintió acompañada.

Wednesday

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