Nunca entendió la sumisión, ni la motivación que subyacía en los gestos de la entrega. Tampoco en la firmeza exagerada que orbitaba sobre ella. Quizá lo entendió mal desde un principio, quizá supuso que lo suyo era otra cosa y estaba destinado a perseverar en otros menesteres porque no identificaba la exigencia que aparentemente se veía reflejada en él. Cuando le acariciaba el pelo saltaban de entre sus dedos multitud de emociones. Algunas hermosas, otras perversas, pero como la electricidad estática, conseguía que, con tan solo la cercanía, la postura cambiara, la mirada se sometiera y las lágrimas se agolparan contra el dique de la continencia. Miraba, escudriñaba día sí y día también los porqués de aquella gestualidad, de aquella necesidad que, como la sed, le invadía el alma. Así es como ella lo describía, con la precisión que permitían los silencios entre el llanto.
Era aquella sumisión, aquella puesta en escena como parafernalia inservible la que le mantenía cautivo de su propia curiosidad. Cada mujer fue diferente, cómo debía de ser. Cada mujer, en sus inquietudes, arañaban un poco más, o un poco más fuerte el camino aquel de la entrega. Ellas y ellos lo llamaban así. Y, sin embargo, nada tenía que hacer él para que en el empinado camino no avanzaran más rápido, no se aclimataran a la altura de sus sentimientos donde el oxígeno se racionaba a golpe de presión de sus puños. Nada debía hacer para obtener el sacrificio que los dioses le pedían con sangre y lágrimas, porque ellas caminaban de puntillas y gozosas a ofrecerse.
No era un trabajo, ni una dedicación, era una vida sencilla. La de despertarse y escuchar la respiración pausada de la libertad. La de tomar sin la fuerza lo que le fue entregado y llenar el amanecer de los gritos de Sodoma, de regalar el ocaso de las cuerdas rozando la piel y levantando el polvo muerto para dejar paso a la rojez de la vida latente, la que escuece durante días. Y, cuando en la media noche había vaciado sus ser en lo profundo de su compañía, limpiaba la alegría bajo el agua fría del invierno para notar como la piel cobraba un peaje al erizarse y los pezones se defendían del dolor de los pellizcos..
Nunca entendió la sumisión, quizá porque sentía que aquello era lo que hacía que todo tuviera un equilibrio.
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