Ni siquiera cuando tarareaba tristes canciones dejaba de brillar. Los años habían pasado despacio y en silencio, pero aquellos ojos refulgían igual que la primera vez que se sintió atemorizada y arrinconada por la vergüenza, el miedo y la excitación. Misma piel y otras vivencias, otras melodías, y unos dedos que se clavaban en sus pechos con la misma fuerza con la que lo hacían los de él en su recuerdo. La música sonaba al compás de sus pasos pasillo arriba, pasillo abajo, deslizando las plantas desnudas por la tarima oscura. De vez en cuando miraba al suelo esperando ver de nuevo los charcos que casi siempre le provocaba y esparcía sin ningún criterio cuando arrastraba su cuerpo por aquel pasillo ahora musical. El jazz tenía algo que a veces no entendía en su cabeza pero que sus entrañas traducían a la perfección.

Se agarraba a los marcos de las puertas igual que cuando se apresuraba en un intento por zafarse de sus garras y así llegar antes a la cama, o a la cocina, o a cualquier otro lugar que ella creyese la mantendría a salvo. A fin de cuentas, no era una carrera para separarse sino para juntarse con mucha mayor fuerza. Ella escuchaba los gruñidos y la respiración tan cerca de la nuca que a veces pensaba que la columna se combaba en una letra ce invertida. Luego la risa nerviosa, la de la niña que era le hacía jadear y perder fuelle. Al final conseguía agarrar su cuello con las dos manos y la tiraba al suelo donde, si aún estaba vestida, le arrancaba la ropa y le apartaba las bragas para penetrar hasta el fondo de sus entrañas. El aire en aquellos momentos no era tan valioso como el notar las palpitaciones de un corazón acelerado latiendo dentro de su coño. Cerraba los ojos y sentía como se partía por la mitad con el pecho hinchado y la compresión de las manos en el cuello. Alguna vez los latidos de ambos se acompasaron y cerraba los ojos sintiendo cómo entraba y salía de ella a un ritmo vertiginoso. Las piernas entonces comenzaban su particular baile impreciso y descontrolado, anticipando un orgasmo que retenía hasta que le escuchaba. Entonces abría los ojos y le veía enajenado, con la mandíbula apretada y la saliva salpicando el rostro, los ojos hinchados y cristalinos y las venas de su cuello latiendo sin parar.

El gruñido era suficiente. Su gemido se prolongaba por segundos en un quejido que él adoraba y ella lo exageraba, a sabiendas de que sus golpes serían más dolorosos. Al terminar, ambos cuerpos languidecían en el suelo encharcado. La piel se pegaba al suelo o resbalaba, a veces ambas cosas al mismo tiempo, prolongando por unos momentos los instantes de placer. Así debía ser siempre, corriendo pasillo arriba, pasillo abajo, uno tras otro. Desgranando lo animal de aquellos momentos con lo racional de sus vivencias posteriores. Ellos sabían que en aquel bulevar fueron y serían animales para siempre.

Wednesday