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Cuando colgabas, cuando tus instrucciones eran claras y precisas y tu sonrisa se mezclaba con el nerviosismo propio de la primera vez, recordabas todas aquellas vidas que habías vivido sin pararte a pensar ni cómo ni por qué lo hacías. Tu ingenuidad no ayudaba y como muy pronto averiguaste, fue el handicap más brutal que tuviste que sortear.

Mientras elegías la ropa interior, las imágenes iban, venían, te golpeaban como puños iracundos sin ningún propósito. Así había sido tu vida. En seguida aprendiste que el camino de la sumisión y la entrega no sería fácil, pero no imaginaste lo dolorosamente enfermizo en que se convertiría. Según crecías, tus vivencias eran asimiladas pero no comprendidas. Avanzabas porque era tu obligación, tu deber y así te era ordenado, pero los cimientos de tu sumisión no resistían la desinformación ni el deseo de erigirte en una sumisa plena. Cuanto más sumisa te sentías, menos sabías y tus preguntas eran silenciadas por castigos.

Aprendías que era mejor estar callada aunque no lo deseases, entonces te contrariabas y dudabas de si en verdad eras buena sumisa. Si esa desesperación y ese deseo de saber fuese contrario a tu sentido de la obligación y el deber. Cada día, cada semana, cada dominante que ponía sus manos sobre tu piel y sus deseos sobre tu carne te decía cosas vacías, sin sentido alguno, todas iguales. Daba lo mismo tu papel, daba lo mismo tu rol, simplemente tu esencia de sumisa no aceptaba unas normas que antes no te habían explicado.

Sabías que cuando eso cambiase, tu entrega sería sin más, sin condiciones, de manera absoluta, porque no necesitarías saber nada más que todo lo que se hiciese se haría por tu bien. Por tu bien te repetían una y otra vez pero no porqué bien. Tu agonía se ensanchaba con los años, los charcos se convirtieron en lagunas, éstas en mares y éstos a su vez en inabarcables océanos de aguas oscuras y bravas. Te sentías en mitad de una galerna sin dominio alguno de ti misma y sin un patrón que gobernase la nave. Cada día más hundida en la sumisión y cada vez rodeada de más clichés. Te sentías como la propaganda de los buzones, porque ese era su lugar pero a continuación, sin leer si quiera, acababan en la basura.

Estabas hermosa, vestida para él, vestida por él. El maquillaje perfecto, los colores perfectos, el olor perfecto. Todo elegido con un porqué. Al fin, después de todas esas vidas, tú te habías convertido en su porqué. Y ahora, todo cobraba sentido. Apagaste el teléfono y subiste al taxi, sexy, extremadamente feliz.

Tú eras su porqué.

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