Hurgaba con fuerza, con cierta saña que ocultaba con la mirada. Hacía ya un buen rato que las lágrimas por el atragantamiento habían hecho correr la tinta de sus ojos y se imaginaba los chorretones zigzagueando por sus mejillas. Sabía que así él la veía hermosa y ella calentaba su espíritu con eso. Mientras, lamía con denuedo sus dedos y la saliva los hacía resbalar entre sus labios y su lengua. El resto se escapaba por las comisuras y regaba su cuello y sus tetas. Allí de rodillas sentía que no podía estar en mejor lugar ni en mejores manos. Daba lo mismo lo que hiciera con ellas, de cualquiera de las maneras el objetivo siempre era quitarle el aire. Sentía la cara y los ojos congestionados y las lágrimas no dejaban de salir cada vez que acariciaba la garganta.

El tirón del pelo siempre era una llamada de atención, lo mismo servía para arrastrarla a cualquier otro lugar, levantarla y dejarla de puntillas o simplemente por el placer de hacer con ella lo que le apetecía. Y lo cierto es que eso era realmente lo que le ataba a él, entre muchas otras cosas. Se había quedado descalza, los tacones estaban en un rincón, aunque no recordaba como habían llegado hasta allí. El vestido desapareció antes de que tocase el suelo, el brillo de la tela quedó pisoteado por sus botas y eso le hizo sentir latigazos en el coño. Luego pensaba que como algo tan sencillo podía ser tan simbólico y recordaba que, aunque a él los símbolos le importaban poco a ella le permitían anclarse a él. Por eso a veces, pocas según su parecer, él la complacía con algo. Aquel gesto no supo si fue intencionado o no, pero tuvo el efecto necesario.

Cuando su nariz se pegó a su abdomen y pudo respirarlo, aquel aire se quedó en los pulmones y dio vueltas alrededor de su lengua atravesando la garganta. El tiempo se paró, y la congestión fue apoderándose de su rostro. Folló su boca tan fuerte que durante unos cuantos días tuvo la garganta enrojecida. Cuando se cansó paso a las manos y cuando las manos terminaron con su boca, fue sustituida por el pelo. La arrastró hasta la esquina donde estaban los zapatos, empujó su espalda contra sus rodillas y le ordenó que rodease las piernas con sus brazos. Luego se separó, se quitó el cinturón y la piel estalló en una hermosa melodía de gritos, gemidos y chasquidos. Lo fue alternando con las manos y los azotes se convirtieron en el bálsamo para atenuar el dolor del cuero. Perdió la cuenta y siempre lo hacía en el número trece. A partir de ese número solo podía concentrarse en el quejido y los lloriquéos que salían de su boca.

Cuando terminó, dejó que se acurrucase en el rincón junto a los zapatos mientras él iba a buscar un poco de agua. Le dio el vaso y ella bebió para apaciguar la irritación de su garganta. Notaba el escozor en las comisuras de los labios y los latidos del corazón desbocado en la piel de su culo. Aquel rincón era maravilloso, un lugar de amor al que le llevaba de la mano. Había más amor, violencia y corazón en una de sus manos que en todas las que había conocido jamás

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