Todos necesitamos la rabia. En algún momento nos puede servir de escapatoria, aunque ésta sea momentánea. La puerta desvencijada era un fiel reflejo de cómo estaba su corazón. La madera astillada y separada del metal se movía a merced de la suave brisa primaveral. Descolgada parcialmente de sus goznes, se asemejaba a la bailarina vencida en los últimos estertores del baile. Dentro, el panorama era aún más desolador. El tiempo cambia la manera en la que vemos las cosas o nuestros recuerdos. Aquel siempre fue un rincón perdido al que acudir para dejar salir a borbotones los deseos y los juegos macabros por los que mordían y sonreían. Ahora sólo era una ruina, escombros y polvo esparcidos por toda la habitación y mientras los pies dibujaban huellas en el suelo, contenía las lágrimas que en muchos momentos fueron de emoción y placer.
El silencio se lo comía todo, un vació estridente que rebotaba en las paredes convirtiéndose en un eco eterno y molesto. De vez en cuando se paraba y miraba aquel rincón especial y las imágenes se agolpaban una tras otra, peleando por hacerse vívidas, pero tal y como llegaban se esfumaban. Del rincón al sofá, del sofá a las escaleras. En toda aquella estancia había restos de su amor, de su pasión y violencia. Oía la cadena golpeando el suelo, el cuero del cinturón cortando el aire y el estallido lacerante marcando su piel. Sin darse cuenta se mordió el labio, ya fuera por la rabia o por lo emocional del recuerdo. La sangre tibia brotó dentro de su boca y los dientes se tintaron de ese tono burdeos que a él le apasionaba. Entonces las imágenes dieron paso a las preguntas y los porqués. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Qué sucedió para que su sangre dejara de ser el imán que atraía su violencia?
El silencio de nuevo hizo que volviera a la realidad como si fuera un fantasma vagando por los recuerdos de aquel lugar. Se dejó caer en el sofá polvoriento y observó como la luz se descomponía al atravesar los cristales de la lampara del techo. Ella era la luz y él decidió apagarla, dejó que la oscuridad rodease su vida y le privó de la posibilidad de alargar la mano para sentir cualquier otra. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Se quitó los zapatos y cruzó las piernas. Luego, se dejó llevar al sentir el cuero rodear su cuello y presionarlo mientras las manos apartaban el pelo recién cortado. El susurro fue una nueva iluminación. “Es más fácil culpar a los demás. Es más fácil sentir que es el otro el que no ha hecho los suficiente. Todo eso puede ser cierto, pero querer hacer inmutable algo que tiende al cambio es el primero de tus errores. El aire entra y sale de tus pulmones hasta que yo lo contengo. Sin embargo, cuando nada impide ese proceso yo no soy el culpable de que no lo contenga“.
Cerró la cincha lo suficiente para que boquease y abrió los ojos para ver lo que había escrito en el techo. “Lo que acaba te despedaza. Como yo“.

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