El primero, el que escenifica y de manera salvaje como las lenguas surfean las unas sobre las otras enroscándose entre un mar de saliva para convertirse en pinceles que colorean ese instante tan violento como necesario. Ese beso en el que el movimiento se mezcla con la respiración, cargándose de los aromas de la piel y los labios, controlando el deseo de morder y tragar. El mismo beso que hace que agarres el cuello para clavar los dedos y no soltarlo en la puta vida o que rodees la cintura con el brazo y tires del cuerpo deseado para fijarlo al propio y si es posible, clavarte en sus entrañas hasta que los labios hayan quedado descarnados, sensibles y doloridos. Ese primer beso, como la heroína que entra por vez primera en el torrente frenético de la sangre y hace que nuestros receptores del placer exploten literalmente, no vuelve a repetirse nunca más. Si acaso, con mucha suerte se puede rozar con la punta de la lengua y por eso besamos, besamos sin parar porque queremos volver a sentir como nuestras extremidades se descoyuntan y nuestras ansias aumentan lametón tras lametón. Ese beso por el que sin duda darías un brazo.

Mientras observaba su cuerpo envuelto en cáñamo, con las rodillas hincadas en el suelo y la saliva formando un fino hilo que la anclaba al suelo, apartó su pelo de la cara. La mirada perdida pero inamovible sobre sus pies descalzos, con el deseo acuciante de tirarse sobre ellos para besarlos con locura y desesperación. Aquel rictus en el que se mezclaban todos los sentimientos, el deseo, la calma, la insoportable necesidad de gritar, las incipientes lágrimas. Ella se imaginaba deshecha, destruida y mancillada, imperfecta y rota. Él sólo veía un objeto de valor incalculable, perfecto y sucio. Suyo.

Agarró su pelo y tiró de él para verle la cara. En aquel estado de semi inconsciencia, con la boca entreabierta y la piel enrojecida y congestionada, tuvo la misma necesidad y deseo que aquella primera vez. Se abalanzó y la besó con tanta intensidad que ella regresó de aquel estado en el que deambulaba para notar de nuevo el calor animal del amor de su vida. No había nada que le hiciera tan bien, ese cuidado posterior que no necesitaba tanto su piel como su alma y que le insuflaba una energía vital tan emocionante que volvía a estar en el punto de partida. Tenía esa puta habilidad de llevarla y traerla en un instante para volver a hundirla en el más profundo de sus abismos con un simple beso.

¡Pero qué beso, un beso de la hostia!

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