Inevitablemente la música casa con mi modo de ver el bdsm. Cada momento, cada sesión, cada conversación, cada persona tiene su propia melodía. Reconozco que esto me viene de Reservoir Dogs y todas las mezquindades maquinadas por Tarantino. Curiosamente son los diálogos femeninos, donde se sumerge en sus propios fetiches y perversiones, los que me gustan. Pero es en la película que le dio a conocer, la que me dio la tecla musical.
Tan importante es preparar a la sumisa como el ambiente. Y no hablo del entorno físico, como las velas y otros ornamentos que para algunos pueden ser imprescindibles. Para mi lo único verdaderamente imprescindible es la música y nunca tendré una sesión si antes no he ubicado el sonido en mi mente con el cuerpo en movimiento. Igual que para saber si puede haber algo tengo que mirar a los ojos, si quiero ir más allá necesito una música que me una a ti.
La música eleva el misticismo de la situación, enmarca tu conciencia para mi observación, enardece como nada el deseo y palidece ante cualquier otra cosa. Además, contiene una mezcla de orgullo y acojone que tira mucho, mucho. Me gusta compartir ese momento íntimo, que conozca de antemano que es lo que va a sonar mientras mis dedos acarician su piel, se clavan en su carne, restallan en su vientre. Cuando mis labios surfean por la espalda, succionan su vida entre sus arterias y mis dientes inmovilizan los músculos mientras mi aliento levanta tempestades en las cumbres de sus pechos. Entonces la sangre brota, regando el vergel de tus entrañas mientras nos deslizamos entre las notas armónicas, saltando por las líneas del pentagrama, mis cuerdas tensadas y expuestas para ti, en clave de do o de sol para calentar tu mente y tu estado de ansiedad, donde mi piel doblega la tuya, con deseo, parsimonia y brutalidad.
Es ahí donde te das cuenta de que has elegido el camino correcto y yo, la música asociada a la persona perfecta.